
El Árabe
Son las cinco y media de la tarde de un viernes de febrero de 2020, justo antes de que comience la locura que ha sido este año y medio de encierro. Es mi primera y única vez en “El Árabe”, como le dice todo el mundo, aunque en realidad es la sede de la Unión Árabe de Cuba. La puntualidad excesiva me hace pasar una parte de la espera sentada en el icónico Paseo del Prado, a la sombra de los laureles y contemplando la gente que, poco a poco, comienza a agruparse en el portal. Había escuchado del lugar entre varios conocidos, amigos que hacían gala de sus dotes danzarias en las fiestas, admirados por la gracia de las últimas piruetas aprendidas en las peñas de casino que viernes y domingo tienen lugar allí. Sin embargo, y todavía me pregunto por qué, nunca había traspasado ese umbral.
Me toca marcar para 10 personas, y el piquete que llega después de mí tira a bonche la cifra. Acá viene gente en grupos después de salir de sus centros de trabajo, otros que coinciden previa cita o por casualidad. También viene gente sola, de todas las edades, esa es una de las virtudes del lugar. Delante de mí en la cola, por ejemplo, hay una señora de entre 50 y 60 años, pelo corto, jean y tenis. No espera a nadie en particular, solo quiere subir y pasar la noche bailando. Siento un poco de ganas, lo confieso, de llegar a esa edad y poder seguir disfrutando de sitios como este.
Cuando uno entra a “El Árabe” las escaleras de mármol te conducen hacia el salón Jerusalén, espacioso, climatizado, con balcones que dan justo al Prado. Las mesas se encuentran a los costados y en el centro una gran pista de baile acoge a visitantes asiduos y ocasionales, poco a poco y sin distinción. La música “ponchada” por Madrazo DJ hace que la gente entre en calor y se levante de las sillas que, probablemente, no vuelvan a ver (a no ser que se topen con alguien que les saque el aire y tengan que coger “un 10”).
Una noche aquí es como un juego, o como el sexo: hay un tiempo de calentamiento, uno de intensidad y desenfreno que antecede el clímax, que finalmente termina con el cansancio y la felicidad de haber disfrutado al máximo. Los primeros temas permiten cruzar palabras (o miradas); inspeccionar todo alrededor mientras me familiarizo con el ambiente. Quienes conocen mejor la dinámica aprovechan para ponerse al día con los socios que no ven hace una semana. También se regocijan observando cómo crece el lugar que se ha convertido — durante meses, incluso años— en su casa de los viernes.
Después de unos cuantos temas, el frío de la primera media hora cede paso al calor de los cuerpos danzantes, al sudor y a las respiraciones agitadas. La música acompaña esta dramaturgia escalonada: las primeras canciones son más “lentas”, de salsa tradicional, del grupo de las archiconocidas. Sigue llegando gente, voy y pido una cerveza, y otra, mientras miro los pasillos de los bailadores, cómo mueven los pies, cómo cruzan los brazos, por delante, por detrás, alrededor de espaldas y cinturas.
Cada quien tiene su estilo, sus vueltas preferidas, su cadencia. Siempre con cortesía, unos sacan a bailar a otros. Una de las cosas que más me impresiona es que la gente no está en el tiburoneo (acoso, directo o solapado) o, por lo menos, no como en otros lugares. Aquí la galantería sirve para aceptar cómodamente la invitación de cualquiera. Luego de un par de horas le llega el turno a la kizomba y una de mis mejores amigas me agarra y nos ponemos a bailar. Intento, muy básicamente, seguirle el paso y mover las caderas de un lado a otro; pero ¡qué va!, aunque me deleito con los bailarines del video que en ese momento corre en la pantalla, eso no es lo mío. Me quedo con el un, dos, tres que aprendí en la secundaria y fue mi aliado en las noches de recreación en el preuniversitario.
El animador principal coge el micrófono y empieza a preguntar por los cumpleaños y aniversarios del día; también la gente va allí a celebrarlos. A los gritos de ¡aquí!, ¡yo!, ¡nosotros!, suena la conga de las felicidades y no logro ver a nadie sentado. Las sillas son pura utilería, decoración, o sostén de carteras y chaquetas que solo volverán a abrigar a sus dueños cuando salgan otra vez a la noche del Prado, porque el vapor que exhalan todos los cuerpos hace que a estas alturas el calor sea insoportable.
Vuelve el baile de casino, vuelvo a sentirme como pez en el agua. Se escuchan Los Van Van, Havana D´Primera, Adalberto Álvarez y su Son, El Niño y La Verdad, Maykel Blanco y su Salsa Mayor. Se hace una rueda, y la gente busca pareja para entrar. Se vuelve grande, más grande, inmensa, como aquellas que no cabían en la plaza de formación de la Lenin. Como es la dinámica de las ruedas, ahí bailas con todos. ¡Dame!, ¡dame dos!, ¡dos con dos!, ¡setenta!, ¡complícate!, ¡bota!
Un muchacho viene y me saca a la pista. Es de los asiduos, baila que es una maravilla. Yo, que soy un poco tímida, logro seguirle el ritmo y disfruto la gracia y la cortesía con que se mueve. Al final del tema me agradece y saca a otra de mis amigas. La vida da unas vueltas que ni uno se imagina. En noviembre de ese año coincidimos por otras circunstancias, y me dije: “yo a ese chiquito lo conozco de algún lado”. Tiempo después se volvió mi novio, y caí en la cuenta de que era el muchacho de “El Árabe”. Así que hoy tengo el mejor compañero de baile, que disfruta cada tema, que tiene un repertorio de videos, fotos y recuerdos de cada viernes durante los últimos cinco años.
Pero volvamos al recuento de aquella noche porque el chino que está en ese momento delante de mí, con su short y su camisa ancha, lleva unas cuantas parejas en su haber. Suda que es una barbaridad. No para, parece que le han dado cuerda. Otras muchachas, presumiblemente europeas, rompen estereotipos y bailan en el centro de la pista.
En esta peña, un lugar icónico para los bailadores, si tuviera que extrañar algo sería la falta de músicos en vivo. Por supuesto, ello encarecería el costo de la entrada (30 pesos en moneda nacional hasta que cerró en marzo del año pasado) y dejaría de ser el lugar asequible que es para los bailadores de la ciudad. Su ambiente no se parece al del Salón Rosado ni al de la Casa de la Música. Aquí todo es sosegado, calmo, cortés, a pesar de la intensidad y la temperatura ascendentes durante la noche.
Son casi las 10 de la noche de un día de 2020; estoy destruida, pero radiante. Quiero seguir bailando, pero en unos minutos todo termina. Nos despedimos y bajamos aquellas escaleras sin prever que sería el último lugar al que iríamos antes del cierre de la ciudad.
Juan Carlos, mi novio, me cuenta que, de 2015 a 2020, los viernes en “El Árabe” se convirtieron en la “bailoeterapia”. Salir del trabajo, llegar a Prado, hablar con los socios, saludar a los porteros y subir a darlo todo durante cuatro horas, ha sido la rutina. Así, invariablemente, fueron construyendo casi una familia. La gente más asidua tiene un sentido de pertenencia hermoso hacia el lugar, que los hace rememorar con añoranza lo vivido y ansiar su la reapertura del lugar para poder volver a estar completos. Este año y medio fuera ha sido poco menos que un calvario, y aunque bailamos en reuniones de amigos y fiestas de muy pequeña magnitud, él me asegura que no es lo mismo.
Es temprano, pero el viaje de regreso a casa es largo y todavía tengo que llegar al Parque de la Fraternidad para cazar un P-15. La gente sale de ahí y sigue la fiesta, prendidos por las cuatro horas de goce entre baile y alcohol. Los destinos posibles pueden ser el Malecón —ese sofá urbano sin el que pocos pueden vivir; el final seguro de casi cualquier salida en La Habana—, al bar-restaurante Industria 8, o el portal del Hotel Inglaterra, donde me cuentan que una de las noches hubo una rueda tan grande que llegó hasta la calle.
No son pocos los amigos que aseguran que las noches de “El Árabe” tienen algo peculiar, una magia que las distingue de proyectos o espacios similares en la ciudad. Como una especie de cofradía, suma adeptos que esperan ansiosos, casi al borde de la desesperación, poder retomar la rutina de los viernes. Ojalá que esta pandemia no dure demasiado más y sobre todo, que pronto abra sus puertas ese edificio azul de Prado cuyas escaleras conducen, irremediablemente, a la felicidad.
Lugar: Unión Árabe de Cuba, “El Árabe”
Dirección: Prado # 256, 258, 260 e/ Animas y Trocadero, Habana Vieja
Teléfono: (+53) 7861 4575
Modelo de gestión: estatal
Precio de entrada: 30.00 CUP para los nacionales y 125 CUP para extranjeros (precios prepandemia)
Horario habitual: 6:00-11:00 p.m.
Joder Gaby, me has tenido el corazón apretado durante todo el tiempo que ha demorado la lectura, para haber ido tan poco has hecho una descripción casi perfecta de lo que sentimos por ese lugar los ¨asiduos¨, los viernes no hay otro plan, el Árabe es el plan, tal y como dices, esas puertas conducen a la felicidad, no hay otra manera de describirlo. Ojala y vuelvan las noches de salsa, de cortesía, de adrenalina.
Nunca imagine poder leer palabras tan hermosas,me es dificil que una lagrima recora mi rostro y esta ocacion han sido varias,solo una cosa tengo para decir en nombre de todo el equipo de la fiesta de madrazo dj y sus invitados.GRACIAS POR TAN CERTERAS PALABRAS
Soy testigo fiel de lo antes aquí narrado, tal cual, así es Juanka, como le decimos algunas de las friends que bailamos con èl, con esa cordialidad, respeto y cariño, no podemos esperar para que llegue el viernes de ya sabes qué… muy sentida la historia ya que es basada en hechos reales, y el sentimiento es el mismo queremos que vuelva la felicidad de nuestros encuentros. GRACIAS POR ESTE ESCRITO LO AMÉ.
Que añoranza «El Árabe» , el reencuentro después de esta larga cuarentena es merecido. Me gustó mucho este artículo. Gracias por el recuerdo de los viernes casineros y tanta gente linda que conocimos allí. Un placer estas letricas.
No te imaginas cuanto deseo esas maravillosas noches de Árabe,lo extraño muchooo.GRACIAS por hacer vivir esos momentos de nuevo en mi cabeza.Me ha dado mucho sentimiento tus palabras.Gracias de nuevo.
Y volvió la felicidad en mí mientras lo describías… Gracias por encontrar las palabras perfectas y recordarme que ahí comenzó todo🥰