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La Descarga Juan Carlos Piñol. Ilustración: Román Alsina Juan Carlos Piñol. Ilustración: Román Alsina

Juan Carlos Piñol

Desde niño he sido como una esponja; trato de absorber de manera autodidacta lo que me interesa de la música y nunca me he dejado llevar por modas ni corrientes comerciales. Siento un respeto y una pasión desmedida por nuestros ritmos y tradiciones culturales, aunque no he rechazado influencias foráneas como el jazz o la música brasilera que, desde mi punto de vista conceptual y rítmico, se hermanan con lo nuestro como “fósforos de una misma caja”. De las tantas variantes del jazz me quedo con el cool y el bebop; de Brasil con la bossa nova y la samba.

Así fui guiando mi aprendizaje entre el filin y los ritmos populares cubanos, nutriéndome de la poesía y la música de aquellos viejos trovadores bohemios que veía en fotos amarillentas con sus sombreros y cigarros humeantes, de los cuales soy un eterno deudor. Pero la rumba siempre llamó mi atención de una manera especial, inconsciente se pudiera decir, pues estaba en mi sangre y no lo sabía.

En casa, cuando veíamos la tele, dejaba lo que estaba haciendo para ver a Celeste Mendoza, Mercedita Valdés o Los Papines y recuerdo a mi madre diciendo: “Pero este muchacho a quién habrá salío”. El viejo, en tanto, se reía. Yo cogía su cajita de limpiar zapatos y me ponía a tocar. Mejor dicho, a hacer bulla. Cuando empecé con las tumbadoras, busqué a varios percusionistas para aprender la técnica, el sonido y los ritmos. Tuve varios maestros y a todos agradezco, pero muy en especial a uno: Angelito El Chivo, rumbero de talla y fama, un personaje lleno de anécdotas y vivencias increíbles; sus clases eran divertidas, con un conocimiento total de la rumba y los secretos de los toques abakuá. Yo le decía que me enseñara eso y siempre me decía lo mismo:“¡Después de que te ʻjuresʼ, hablamos!”. Me enseñó los rudimentos de la rumba, a cantar tocando la base, las claves y el quinto. Le debo mucho.

Tuve la gran suerte de aprender y compartir en varias ocasiones con rumberos de la talla de El Goyo, José del Pilar y Chapotín. Fue una bendición beber directamente de esa fuente de conocimientos y, además, saber de buena tinta sus códigos de vida y respeto en rumbas interminables que siempre llevaré en la memoria. Mi estilo de cantar, o “decir”, que es en realidad lo que hago, es una mezcla de saberes vividos en peñas, rumbas y en todos los lugares donde me pude colar, pasando aveces inadvertido y estudiando después en la casa todo lo que veía y escuchaba. Por eso hay personas que me conocen de muchos años que ahora me ven cantar y me dicen: “Asere… ¿y tú de dónde saliste?”.

Cantar es lo que más me gusta, sentir cómo el eco de mi voz rebota en las paredes, la cofradía con los músicos en el escenario, soltar mis canciones, expresar mi manera particular de ver las cosas o cantar algún bolero de nuestros grandes compositores a mi estilo “rumbeao”, llorarlo, sentir la emoción que produce en mí y en el público. A veces me conecto tanto que en ese momento es como si no fuera yo, es como si alguna entidad se adueñara de mi ser. Entonces la dejo fluir como agua fresca, disfrutando esa energía mágica que me lleva por caminos sorprendentes.

Mi formato “Lo de Piñol” es minimalista: guitarra, bajo, percusión menor y voz. Lo prefiero acústico, buscando ese concepto íntimo que heredamos de nuestros mayores y que, desgraciadamente, se ha ido perdiendo. Lo mezclo con lo contemporáneo de mis melodías, armonías y un texto poético en el que trato de reflejar con sinceridad y sin tapujos la realidad en la que habitamos. Mi trova es “azul” (triste), contenida, sale disparada de mi corazón, que no se propone nada más que expresar lo que siento y he tenido atarugado en el pecho durante toda mi vida. Me autodenomino un artista underground, no solo por estar al margen (por elección propia, más allá de lo establecido) de los medios y la “mermelada oficial” de las “empresas de representación artística” y ser totalmente autodidacta, sino porque la música que defiendo proviene de lo más hondo, marginal y genuino de nuestra cultura. Como digo en uno de mis temas Músico, poeta y loco: “No quiero ser parte, asere, de esa manipulación que te enfría el corazón, dejando de ser quien eres”.

Pero volviendo sobre la rumba y el filin, en mi opinión ambos tienen una gran conexión entre sí, al gestarse este último justamente en el Callejón de Hamel, ubicado en el barrio habanero de Cayo Hueso, cuna de excelentes rumberos, bataleros y tocadores de comparsas, portadores de la más autóctona tradición afrocubana. De esa rica fuente bebieron indudablemente los geniales trovadores César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, Ñico Rojas y Angelito Díaz, entre otros, quienes estuvieron influenciados, a su vez, por la magia de un jazz que le dio vuelta y media al bolero, creando así una vertiente libre, única y maravillosa dentro de ese género. Decir filin y rumba es decir cubanía, y para mí es un orgullo enorme ser heredero de esos valores que defiendo con “uñas y dientes”.

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