
Dancing days
Hambre
por todo lo que no he tenido
por lo que no tendré.
Hambre.
Tarde demorada para ir a casa y jugar a estar solo,
Tarde para pasarla de alguna manera en esta atmósfera setentera que nos envuelve como cortina de humo.
Como agua para las venas del corazón.
Allá arriba están tocando ahora American woman, get away from me.
Nosotros bailamos.
Es el fin del mundo, nuestro holocausto personal, es el Café Cantante y son los Kent otra vez desgranando melodías en la suave dureza de una guitarra eléctrica.
No sé de qué manera llegué aquí. Realmente no lo sé. Creo.
Recuerdo de último la casa de alguien, el polvo blanco junto a la ventana y los ojos pardos de la Nicole Kidman preguntándole nombres al silencio. Recuerdo calles vacías, gente desierta, árboles cubiertos de luces y el sol de julio rompiéndome los párpados con su insoportable resplandor.
Después no sé.
Probablemente llegué aquí con algún bulto de frikis, pantalones deshilachados y ojos de fósil alcoholizado y me dejé sacar en la taquilla los 10 pesos que me quedaban para todo el mes.
O a lo mejor la Flaca me cegó los párpados y me trajo hasta acá.
Solo Dios sabe, y quizás Dios no exista hoy.
Lo que sé es que ahora estoy adentro y los efectos del polvo se han desvanecido en el viento igual que una canción de Kansas. Allá arriba cambian de tema y ahora es el All right now de los Free entrando sin pedir permiso a nuestros oídos de camaleones sagrados.
Bailamos.
Una y otra vez. Fin de siglo, comienzo de un nuevo milenio, destrucción del capitalismo industrial, angustia filosófica de las teorías marxistas. Lo celebramos todo y nada al mismo tiempo.
Ritual de amor.
La Flaca se acerca dando tumbos por entre la multitud.
—No sabía que estabas aquí— me dice gritando.
Así que entonces no entré con ella. Supongo.
—Pues ya ves —le digo—. No tienes por qué saberlo todo.
All right now, baby, it´s all right now
—¿No traes nada contigo?— me pregunta.
Los Kent dejan de tocar. Por los altavoces se empieza a oír New Year’s Day de U2. Nothing changes on New Year’s Day and I will be with you again.
Bajo un cielo rojo se reúnen las multitudes en blanco y negro para atormentar la pista de baile.
Bailamos.
Con la fuerza de las guitarras eléctricas, con acero hirviente en la oscuridad de las uñas. Y mientras la Flaca me cuenta que aquí todo es en dólares y que revisan a la gente antes de entrar. Nadie tiene ron aquí y yo estoy muerta de sed, dice.
Muerta.
—¿Seguro que no trajiste nada?
Después me pregunta si no quiero descansar. Ocupar alguna mesa. Sé que también me va a preguntar si tengo algo de dinero. También sé que le voy a decir que no.
Nos vamos para las mesas. A ver si por algún milagro divino nos encontramos alguna vacía. Los Beatles se adueñan del local, it’s been a hard day’s night and I’ve been working like a dog. Y esta será la noche de un duro día para ti, para mí y para la Flaca si no encontramos a alguien que nos invite a tomar algo. Yo, la verdad, no tengo mucha sed, pero sé que dentro de un rato la tendré. Y la chica a mi lado es un halcón en celo, un desierto de nueces y miserias líquidas en el medio de Ninguna Parte.
Por suerte, hoy Dios existe. Mesa vacía y Adrián el alemán en un rincón de la esquina. Personalmente no conozco mucho a Adrián pero en momentos como estos todos somos hermanos, humanos e internacionalistas a más no poder (arriba los pobres del mundo, que viva la Internacional.) Sé que estudia Biofísica y que anda con Carlos y Junior. Sé que le gusta el rock y también sé que tiene dinero y que hoy, solo por hoy, nos puede resolver el problema.
Lo saludamos.
—¿Eres alemán de verdad?— se interesa la Flaca.
—De Berlín— contesta Adrián.
La chica se asombra como si nunca hubiera visto un alemán en toda su vida. A continuación quiere saber cómo se llama, a pesar de que ya se lo había dicho antes.
—Igual que la canción de The Calling— dice cuando se vuelve a enterar. Adrián sonríe. Yo creo que él nunca ha oído hablar de The Calling en toda su vida.
—¿Y tú cómo te llamas?— le pregunta a ella.
—Jeanette— dice la Flaca.
Nos sentamos. Desde las bocinas están los Rolling Stones y su Start Me Up.
Adrián va a buscar cervezas.
—Me hace falta que me hagas un favor— dice Jeanette, mientras golpea la mesa al compás de la canción—. Mañana es mi cumpleaños.
Quisiera preguntarle cuántos cumple, pero estoy pensando ahora en todos los libros que no escribirán sobre mí cuando ya me haya ido. En todas las canciones que no se compondrán. Tantas canciones. Tantas.
No puedo pensar en nada más.
Libros y canciones.
En nada más.
—Cumplo 24. Gracias por preguntar.
La miro. Ella sigue tamborileando en la superficie de la mesa con el ritmo de la canción.
—No te he preguntado.
—Por eso mismo. Eres siempre tan amable.
—Y tú tan sutil como Blancanieves. ¿Cuál es el favor?
—No quiero llegar a mañana— dice.
—¿Cómo?
—Tengo un arma en la casa— grita sobre la música disco que han puesto ahora—. Es de mi papá. He escrito también una nota de suicidio. No te pasará nada y me habrás hecho un gran favor. Solo tienes que apretar el gatillo. Yo no me atrevo a hacerlo sola.
Yo de momento no sé que pensar. Esto parece uno de esos cuentos de Raúl Flores donde solamente se habla de suicidios y de música de los ´60.
—¿Te has vuelto loca?— le pregunto.
Ella entonces dice que no quiere ver su cuerpo envejecer. Quiere ser Marilyn Monroe, quiere ser Janis Joplin, muerta célebre, difunta de fin de semana. Como Nico, alumbrada por velas en su funeral. Chica de blanco en ataúd de plata molida.
—La vida ya no tiene más nada para mí. ¿Qué voy a hacer en lo que me queda de tiempo? ¿Emborracharme? ¿Empastillarme? Yo no sé hacer más nada.
—Podrías tratar de estudiar algo.
—No— dice ella—. Nada de estudiar. Prefiero morir.
El alemán llega con tres cervezas en la mano. Frías. Y la Flaca olvida por un rato el tema de la muerte suicidada para empezar a conversar sobre cosas de las que estoy seguro nunca en la vida ha oído hablar. Ayuda internacional, guerra en Bosnia, muro de Berlín, condiciones de vida tercermundistas, copas mundiales de fútbol.
La música alta (Bad Company), el acento rápido de la chica y su forma errática de llevar la conversación ayudan a que esa tarde la frase preferida de Adrián sea “No entiendo”.
Cuando Adrián dice No entiendo ella se encoge de hombros y dice Olvídate de eso, vamos a cambiar el tema.
De hecho, en siete minutos ya ha conversado sobre 11 temas distintos.
La Flaca es una bárbara cambiando el tema.
De verdad que sí.
Pero yo me canso rápido.
—Voy a bailar— digo cuando suben los Kent de nuevo al escenario.
—Vamos contigo—Adrián está loco por salir de su rincón.
El tipo detrás de la guitarra toca en las cuerdas el riff inconfundible de Smoke on the Water. El de atrás de los espejuelos oscuros toma el micrófono en su mejor pose de Ian Gillan y canta.
Nosotros bailamos mientras él estrangula su garganta buscando el espíritu de lo que ya se fue. Año 1973, LP Machine Head, cuando todavía se hacía música de verdad. Con ganas, con deseos.
Y nosotros bailamos.
Smoke on the Water y Fortunate Son y Whole Lotta Love y Come Together y Heartache Tonight. Bailamos todo lo que venga. Somos una máquina imparable de juventud y adrenalina, atrapados en un tiempo que no es el nuestro pero del que nunca, de un modo o de otro, hemos logrado salir.
Tributo al tiempo perdido, ensalada de luz, ámbar violeta, desarme nuclear.
—¿Lo vas a hacer?— me pregunta la Flaca en algún momento.
—No, claro que no. ¿Quién coño te crees que soy? ¿Arnold, el Exterminador?
—Entonces me voy— dice la Flaca—. Ya me cansé de esto. Gracias por nada.
Nos da un beso y se va. Desaparece entre la multitud, y su silueta se desdibuja con el humo de los cigarros que han estado fumando toda la tarde. Nicotina y marihuana para Jeanette que nos abandona. Balada de amor para sus senos de marquesa y sus ojos de estrella turca.
In-A-Gadda-Da-Vida, 18 minutos que aprovechamos para descansar mientras los Kent desgarran su versión personal sobre el clásico tema de Iron Butterfly.
—¿Quieres otra cerveza?— pregunta Adrián.
Nos vamos a buscar cervezas. La oscuridad nos envuelve como fantasmas de otro tiempo. El humo se nos mete en los ojos y probablemente en algún momento nos hará llorar, pero de seguro no será ahora. Siempre hay espacio para las lágrimas, pero no ahora.
Regresamos a la mesa con un par de latas en la mano. Entonces Adrián me dice Que bueno está esto y yo me siento como si estuviera en otro país. New York Studio 54, París Moulin Rouge. En otra parte. No sé donde y tampoco me interesa saberlo.
—Solo nos hace falta un poquito de hierba o de polvo— le digo, quizás por decir cualquier cosa. Estoy con el bajón de la abstinencia dándome vueltas por las venas y creo que me haría falta algo para rellenarlo.
—¿Qué toman ustedes los cubanos?— me pregunta el alemán, con esa mirada aria alrededor de los ojos.
—Cualquier cosa— murmuro.
Adrián saca la cartera y de ella saca un sobrecito transparente. Lo pone sobre la mesa.
—En Alemania yo tomo esto— dice y separa dos rayas de polvo rosado.
Saca también un billete de veinte dólares y lo enrolla. Me lo da. Inhalo a través de el y después se lo devuelvo.
Al principio no se siente nada, pero a los cinco segundos es como si una moto empezara a darme vueltas en el corazón. Una canción reventándome los sentidos, siete lunas penetrándome los ojos, tres agujas de reloj volviendo atrás horas perdidas y minutos reciclados.
—Hombre, ¿qué es eso?
—No preguntes— dice él—. ¿Te sientes bien?
Mejor que nunca. Adrián vuelve a guardarlo todo. Terminamos las cervezas mientras allá arriba terminan la canción. Para despedir, los Kent entran con su versión del Show Me the Way de Peter Frampton y eso es todo para ellos, por lo menos por este domingo.
Después vuelve la música grabada. Bon Jovi con Lay Your Hands On Me.
También vuelve la Flaca. No ha podido irse porque han cerrado con candado y, después de todo, no tenía tantas ganas de irse.
—Vámonos por ahí— les digo—. Esto está al acabarse.
—¿Vamos a dónde?— pregunta Adrián.
—A cualquier parte. A celebrar el cumpleaños de Jeanette.
Adrián se asombra. ¿Cumples años? Veinticuatro mañana, dice la otra sin muchas ganas, mirándome con láser en los ojos.
—Qué bueno.
Que bueno. Alegres todos, cumpleaños felices, hojas al viento, polvo en los sentidos y todo tranquilo. El alemán le regala una raya a Jeanette. Regalo de cumpleaños, dice. Jeanette quiere que también le regale el billete de veinte dólares, pero todo parece indicar que no va a poder ser.
Y así estamos. Rayados como una libreta de matemáticas, veinteañeros esperando algún milagro, sentados como niños de secundaria. Rayados, disfrutando el vuele. Motos en el pecho, canciones en el corazón, lunas llenas en nuestros ojos de cuarzo.
Rayados, disfrutando el vuele. Nada más.
—Voy a bailar— grita la Flaca—. ¿Vienen?
Vamos todos juntos y nos liberamos bailando rock and roll viejo.
Lynyrd Skynyrd le abren paso a Sweet con Little Willy, You Really Got Me de The Kinks para Don’t Bring Me Down de ELO, Slow Ride, The Boys Are Back in Town, I Was Made For Loving You y finalmente cierre de oro otra vez con los Beatles y Birthday. Puro álbum blanco, psicodélico, inolvidable.
Después todo termina y nos sacan del local.
Salimos todos a la calle y afuera aún no se ha puesto el sol. Parece.
La luz se vuelve insoportable y no sé si será por los efectos químicos en las venas o porque verdaderamente tanto sol en los ojos no hay dios que lo soporte.
—¿Qué hacemos ahora?
No hay muchas cosas que hacer en un día como este. Sentirse como un lunes en medio de la tarde del domingo. Nada puede empeorar más que ayer.
Domingo por la tarde.
Alguna vez veré la luz del sol sin pestañear, pero parece que hoy no va a poder ser. Hoy es un día en que Dios aparece a intervalos, y no tenemos más nada salvo la fuerza de nuestra mirada para desafiarlo. Mirar a Dios recto a los ojos y pedirle alguna intervención divina.
Domingo por la tarde.
Siempre domingo por la tarde.
—Vamos a mi casa— dice la Flaca y nosotros estamos de acuerdo.
Atravesamos calles desiertas de lluvia y llegamos a su casa.
—¿Qué tienes por aquí?— pregunto.
Ella dice que cualquier cosa. Pon algo de música, también dice. Y lo que se me ocurre poner es Pink Floyd, onda superdeprimente para un atardecer, mega depresiva para un domingo pero así es como me siento y para qué te voy a contar.
Oímos Pink Floyd. The Wall.
So ya thought ya might like to go to the show?
to feel the warm thrill of confusion
—¿Tienes que poner eso a esta hora?
Creo que sí, pero no vale la pena explicar. Es asunto de intuiciones. No eres tú. Soy yo. Somos todos. Colectividad primitiva.
Tell me, is something eluding you, sunshine?
Is this not what you expected to see?
If you’d like to find out what’s behind these cold eyes
you’ll just have to claw your way through the disguise
(Pink Floyd, In the Flesh)
La Flaca retorna con vasos de agua. Supongo que tienen sed, dice. Yo estaba muerta de sed, dice también.
Le damos las gracias.
If you should go skating on the thin ice of modern life
dragging behind you the silent reproach
of a million tear stained eyes
don’t be surprised, when a crack in the ice
appears under your feet
—Se siente una horrible— murmura—. Veinticuatro años.
Adrián la escucha. Yo ya sé lo que viene a continuación; lo he oído anteriormente. Recita el mismo discurso de antes y termina de la misma manera. Adrián la escucha y no ha dicho “No entiendo” en ningún momento. Parece que esta vez sí entiende.
—No quiero llegar a 24— dice la Flaca y va hacia el cuarto.
You slip out of your depth and out of your mind
with your fear flowing out behind you
as you claw the thin ice.
(Pink Floyd, The Thin Ice)
Regresa con un revólver. Tambor de seis balas.
—¿Me ayudas?— le pregunta a Adrián.
—¿Por qué yo?— se asombra el alemán.
—Bueno— dice Jeanette—. Este no quiere y me parece que a ti te da igual. Con tanta gente que mataron ustedes en la guerra, me imagino que una cubanita más no haga ninguna diferencia.
El alemán toma el arma en las manos. La mira, aunque no debe de ser la primera vez que sostiene una. La revisa. Después la apoya contra la cabeza de Jeanette.
—Espera— grita ella—. Primero dame otra raya más.
Adrián complaciente saca el sobrecito y separa tres rayitas. Para él, para mí y para la chica con vocación suicida. Inhalamos.
—Ahora sí— dice la Flaca y cierra los ojos.
Adrián vuelve a apoyar el cañón del arma contra la frente de la chica y aprieta el gatillo, con su mejor pose de moderno neonazi.
A continuación debería de salir una tempestad de sangre, huesos y materia encefálica por el otro costado de la cabeza de Jeanette, pero lo único que se oye es el chasquido metálico del percutor y el sonido seco de una bala que no existe al ser disparada.
Nos quedamos en silencio. La Flaca abre los ojos. Adivino el fantasma de una lágrima en ellos.
—¿Qué ha pasado?— pregunta.
Adrián se encoge de hombros.
—No tiene balas— dice, con voz de témpano berlinés.
—No tiene balas— murmura la chica—. No tiene balas.
Se cubre los ojos. Supongo que llora. Pero no soy nadie para saberlo. Imagino.
—¡No tiene balas!— grita y se echa a reír.
Ríe y llora al mismo tiempo. Se levanta. Quita esa cosa, dice, quita Pink Floyd, pon algo para bailar. Pon Nirvana, pon Pearl Jam, The Offspring, Garbage, no sé, lo que se te ocurra. Cualquier cosa menos Pink Floyd.
Jeanette quiere bailar.
—¿Y los 24 años? ¿Los vas a celebrar?
—¡Quiero vivir hasta los 97!— grita la Flaca—. ¡Quiero bailar! ¡Pon música alegre, coño!
Después nos dice, Chicos, no saben cómo se siente, deberían probar. Es mejor que el polvo, mejor que un orgasmo, te pone el corazón a 220. De verdad que sí.
Menos mal que no había balas, dice aliviada y se va a pedirle un poquito de ron a la vecina. Adrián ha estado mirando al vacío todo el tiempo; una sonrisa congelada en los ojos.
—¿Lo hubieras hecho?— le pregunto.
Él no contesta. Solo abre la palma de la mano izquierda y me enseña lo que lleva adentro. Seis balas nuevecitas, aniqueladas. Seis muertes envueltas en plomo brillante.
—La pregunta es si lo hubiera hecho ella— dice al cabo de un rato.
Yo no le digo nada. Y cuando regresa la Flaca con media botella de vino tampoco le digo nada. Todo es lo que uno quiera ser, creo. Hay momentos para experimentar el silencio, para sentir el frío de la noche rondándote los pasos, pero esos momentos pasan y después ya nadie se acuerda de ellos.
Absolutamente nadie.
Así que nos reunimos en círculo y oímos Pearl Jam. Agotamos lo que queda de polvo y lo mezclamos con el vino. Todo nos sabe a gloria.
Y bailamos. Como títeres, colgando de un cartel. Como duendes de cristal en la vitrina de una tienda de artículos de primera necesidad. Se nos va el alma y bailamos.
Eternamente.
Con la fuerza de los dioses.
Con la furia de nuestros ojos pardos.
Y creo que podríamos llegar a la luna bailando.
Al lado oscuro de la luna.
Nada nos puede detener. Pienso.
Nada.
¿Me oyes?
Nada.
Por eso bailamos.
Hasta el amanecer.
Y después bailamos un poco más.