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Artículos Ilustración: Laura Llópiz. Ilustración: Laura Llópiz.

Cuando escuchar “duele”

Para cualquier persona la pérdida de audición lleva consigo una serie de consecuencias negativas relacionadas con la comunicación y relación con los demás; pero, para alguien de la música o sus medios, no escuchar bien puede además perjudicar gravemente su trabajo.

Desafortunadamente, profesores, camareros de barra y sala, vigilantes de seguridad, ingenieros de sonido, intérpretes en vivo, y otros trabajadores de espacios donde la música se comunica tales como discotecas, bares, salas de conciertos, áreas culturales al aire libre, conservatorios, etc., así como otros que, sin ser necesariamente espacios de cultura, implican la exposición a grandes niveles de ruido, parecen tener cierta “resignación” a convivir con los peligros que su labor puede acarrear.

En consecuencia, sigue siendo una tarea ardua de la Organización Mundial de la Salud el estudio no solo de factores de riesgo, sino de la poca percepción de ese riesgo que tienen muchos trabajadores de la música. Pocos imaginan que detrás de un concierto o espectáculo disfrutable hay personas que, en aras del goce colectivo, pueden sufrir dolencias, a veces irreversibles.

La literatura autorizada en riesgos laborales menciona dos factores que conspiran contra la percepción individual de riesgo: Uno es las características físicas observables (véase: nada huele diferente, no hay herida, alturas, productos químicos ni cambio de color) y el otro es el retraso entre la exposición y aparición de síntomas; o sea, llevado a nuestro tema, si la persona “no siente nada” en medio del ambiente ruidoso, entonces todo está bien. Esta forma de pensar es errónea si se tiene en cuenta que las lesiones auditivas suelen ser acumulativas. Cabría preguntarse entonces en qué medida puede cuidarse un sentido que poco se conoce.

Ilustración: Laura Llópiz.

Ilustración: Laura Llópiz.

El cerebro trabaja laboriosamente en la audición

La capacidad del ser humano para percibir música funciona desde muy temprano en nuestras vidas: los recién nacidos reaccionan a estímulos musicales y, con apenas un mes, el bebé ya puede discriminar tonos de diferentes frecuencias.

El sonido es captado por el oído externo, amplificado por el oído medio y transmitido al oído interno o cóclea, que convierte las vibraciones de sonido en mensajes nerviosos. El nervio conduce este mensaje codificado (es decir, con los atributos del sonido: débil o fuerte, grave o agudo, breve o largo, etc.), a diferentes estructuras cerebrales que se encargan de la decodificación para producir una percepción.

El sentido auditivo implica cuatro transducciones (transformaciones de señales de un tipo a otro): la energía proveniente de las ondas sonoras en el aire primero se convierte en vibraciones mecánicas, luego en ondas líquidas, después en señales químicas y finalmente en potenciales de acción: el único lenguaje que el cerebro “entiende”. No importa de dónde provengan estos potenciales, da igual que sea de la piel, la retina o las papilas gustativas.

Pero en el caso de los sonidos, los potenciales eléctricos llegan a la corteza cerebral auditiva a través de vías específicas. El cerebro clasifica los sonidos en bandas y gradaciones de frecuencia, intensidad y duración. Las células de la corteza auditiva primaria no solamente se excitan entre sí, sino que usan la inhibición para simplificar la información acústica, incrementar los contrastes y eliminar los ruidos de fondo.

El cerebro trabaja para ajustarse a cambios y contrastes y no repara en las frecuencias precisas. Por ejemplo: si un violinista modifica la afinación de una nota de 440 a 450 Hz, el cerebro no lo notará y se acomodará rápidamente a este cambio. Esto significa que somos “sordos” en relación con las frecuencias precisas de los tonos, porque el cerebro se centrará en las distancias relativas en medio de las frecuencias, más que las frecuencias absolutas. Otra de sus funciones es controlar la sensibilidad del oído interno y participar en los múltiples escalones que recorre la información auditiva, modificando y filtrando esta.

¿Quiere esto decir entonces que los tonos que percibimos no existen tal cual en la naturaleza? Efectivamente; son atribuciones que la corteza cerebral asigna a las señales eléctricas que le llegan a partir de la periferia, interviniendo además en todos los componentes de la estructura de ese sistema sensorial, comenzando en el oído y hasta el lóbulo temporal. Que se pueda escuchar una conversación en medio del ruido en una fiesta se debe a este fenómeno: el centrifugado de la información llamado the cocktail party,[1] es donde el cerebro, no conforme con el análisis de los sonidos, se preocupa más bien de su interpretación activa.

Cuando falla la interpretación…

El campo auditivo humano está entre los 16 y los 20.000 Hz. Por encima de este rango, la vibración entra en el límite de los ultrasonidos (no captables por el hombre); inferior a este, tampoco se percibe sonido. Esta disminución de la agudeza auditiva comienza de forma silente y no es percibida por la persona hasta que no se alcanzan las frecuencias conversacionales.

La presión acústica se mide en decibelios (dB) y los especialmente molestos son los que corresponden a los tonos altos (dBA).

Estos son algunos rangos de los que soportamos en nuestro día a día:

De 10 a 30 dB es un nivel de ruido bajo: lo utilizamos para conversar o en una biblioteca. De 30 a 50 dB sigue siendo bajo, es el de una conversación normal; sin embargo de 55 a 75 dB es el ruido del tráfico, la lavadora o un televisor con alto volumen. La sensación se torna más molesta de 75 a 100 dB: por ejemplo, en un embotellamiento de tráfico con cláxones sonando o en el sonido que suele emitir una sirena hay 90 dB de ruido; de 100 a 120 dB estaríamos hablando de niveles tan altos como los de una discoteca o un concierto de rock.

Ilustración: Laura Llópiz.

Ilustración: Laura Llópiz.

Asimismo, existen máximos niveles de presión establecidos para las frecuencias centrales de sonidos con frecuencias fijas que no deben superarse, de modo que no existan cambios apreciables en el nivel de escucha: en sonidos cuyas frecuencias centrales se encuentren entre 250 y 500 Hz, el nivel máximo de presión sonora debe ser 75 dB. Para sonidos cuyas frecuencias están establecidas entre 1000, 2000 y 4000 Hz el límite menor establecido es de 70 dB. Para sonidos de nivel de presión sonora mesurados, que se establecen entre los 80 dB, la exposición debe ser menor a ocho horas.

El umbral de riesgo para casi todos los instrumentos musicales es la exposición de ocho horas, cinco días a la semana, que en condiciones normales llegan a alcanzar un nivel acústico de 80 dBA. La dosis la constituyen el nivel y tiempo de exposición: indicadores relacionados directamente con daños para la salud.

Cuando se superan el tiempo de exposición y/o la presión acústica, ¿qué sucede?

Según las investigaciones más recientes, alrededor de un tercio de los instrumentistas padece algún tipo de trastorno auditivo temporal. Los más afectados son los miembros de la sección de viento metal, los percusionistas y, de entre las cuerdas, los violinistas.

A partir de 120 dB, el oído humano entra en el umbral del dolor y existe riesgo de sordera. Ese es, por ejemplo, el ruido del despegue de un avión percibido a una distancia de menos de 25 metros, o el de un petardo que estalla cerca; y es, también el nivel que puede alcanzar la intensidad del sonido en el centro del foso orquestal durante un fortísimo.

El oído necesita algo más de 16 horas de reposo para compensar dos horas de exposición a 100 dB; si esta llega a los 180 dB incluso puede llegar a causar la muerte.

Inmersos en su actividad, los músicos no otorgan importancia (paradójicamente) al uso de unidades tan específicas de su trabajo como los decibelios. Así, no es difícil que se expongan a una dosis peligrosa para la audición.

Los cambios temporales por ruido inducido se deben a la exposición corta a sonidos de alto nivel, por lo que el oído sufre un aumento en sus niveles de escucha. Esta dolencia es reversible, sin embargo, el trauma acústico y los cambios permanentes por ruido inducido son irreversibles.

“Probablemente, toqué frente a altavoces con más de 100 vatios de potencia. Fue una locura”, ha dicho Eric Clapton, en lo que —según interpreto— se refería a 100 dB, que sí estarían muy cercanos al umbral del dolor.

En el trauma acústico los altos niveles de exposición sonora pueden producir daño orgánico inmediato: las estructuras del oído interno exceden sus límites fisiológicos y, entre otros trastornos, se puede presentar rotura de tímpano, daño en los huesecillos internos y destrucción de ciliadas dentro la cóclea. Los cambios permanentes por ruido inducido se producen cuando, durante años, existen repeticiones de ruido de forma constante.

La exposición continuada a niveles altos de este contaminante pasa factura a mediano y largo plazo. El impacto más habitual es la pérdida auditiva (hipoacusia o sordera), distinguida como patología profesional, que suele producirse de manera gradual.

“Una carrera de más de 40 años en la música me ha generado diversos problemas médicos, como la pérdida de capacidad auditiva, (…) y daños nerviosos”, ha contado Phil Collins.

De igual forma, esta exposición a ruidos produce otras patologías como la percepción intermitente o persistente de pitidos (acúfenos o tinnitus) y la hipersensibilidad o intolerancia a los sonidos típicos y naturales del ambiente (hiperacusia). Otro síntoma es cuando la persona tiene la sensación de escuchar, de forma diferente, un mismo tono en cada oído (diploacusia).

Generalmente, no se tiene conciencia de que la música puede traer niveles de sonido dañinos equiparables con los de otros trabajos. Y es que los trastornos auditivos no dependen ni de la fuente ni de la actividad realizada, sino del nivel sonoro resultante.

“Desgraciadamente, cuidar de los oídos es algo en lo que uno no piensa hasta que tiene un problema. Me hubiera gustado haberlo tenido en cuenta antes”, confesó Chris Martin.

Entre trabajo y disfrute, el ambiente y la realidad suelen determinar falsas creencias de que la música para ser disfrutada tiene que sonar bien intensa. Es común escuchar la aseveración sin argumentos de que no es posible minimizar la exposición, lo que dificulta la prevención frente aquellos sectores que no pertenecen al arte y que también se exponen a niveles de ruido. Por ejemplo, los obreros que trabajan con martillos neumáticos están obligados a utilizar cascos, pero no existen regulaciones estandarizadas para instrumentistas en peligro. Como afirmaba al inicio, existe —como parte del imaginario— cierta “resignación”, al considerar estos daños parte del trabajo del músico.

No es cierto que el oído sometido a altos niveles de exposición gestiona de forma diferente al sonido procedente de la música y se recupera fácilmente de todo el esfuerzo realizado por los diferentes tejidos que lo conforman. Por ello, es importante conocer cómo funciona la audición.

Se deben cumplir pautas que limiten la exposición sonora excesiva y educar a todas las personas involucradas en la industria musical en la percepción de riesgo. Esto contribuirá a la salud de uno de los mejores regalos de la naturaleza: el oído con su capacidad de “escucha sin dolor”.

[1] Fue el psicólogo Donald Broadbent quien creó un modelo que muestra cómo nuestro cerebro filtra los estímulos a los que no va a prestar atención.

Claudina Hernández Bean Más publicaciones

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