
Crónica de una canción anunciada
Para Pablo, porque todavía existe.
Quiero que escuches una canción —martes, 11:00 de la noche—, Quiero escuchar esa canción —martes, 11:01 de la noche—, se dicen la muchacha de pelo largo y el muchacho de pelo más o menos largo. Con la cerveza negra y ninguna comida, hacía unos minutos, habían conversado sobre todas las veces que habían cantado o hecho suya alguna canción del músico que sonaba de fondo en la camioneta negra que los llevaba a casa por una vía rápida de Miami. Ella no recuerda haber manejado la camioneta, él no recuerda quién manejaba la camioneta mientras iba sentado en el asiento trasero. Ambos tienen el mismo recuerdo: estaban juntos dentro de una camioneta negra y los guiaba el malabarismo de alguna parte del cerebro, encargado de hacerlos llegar al sitio deseado. Un malabarismo brujo.
“Laura”, comienza la canción. Por la ventanilla trasera del carro, abierta, donde va sentado el muchacho del pelo más o menos largo, el viento se cuela y lo despeina. “Yo me pr e g u n t o”, también le despeina la canción. Sube la ventanilla que no se escucha —dice la muchacha—, voy a poner la canción desde el principio. Entonces, ¿te gusta mucho Carlos Varela? — pregunta el muchacho—. Sí, ya ves, me gusta mucho. “Laura, yo me pregunto”. ¿Viste qué linda empieza? — pregunta ella, buscando su rostro a través del espejo—. Sí, dice tu nombre. Dobla a la izquierda en la primera calle —responde él—. Dobla. “Si nuestro breve encuentro / fue un llegar a una orilla”. Entonces, ¿conoces bien a Carlos Varela? — pregunta el muchacho a la muchacha—. Lo conozco poco. Tú, ¿lo conoces mucho? —responde ella—. Lo conozco mucho, sí. “O viaje sur adentro”. Entonces, ¿puedes pedirle que me cante Laura, milonga y lejanía en el concierto? ¿Qué concierto? Ahora el 9 de abril, ¿vamos? Sí, claro. ¿Claro qué? Voy a pedirle que te cante Laura, milonga y lejanía en el concierto. “¿Regalo o semilla?”.
***
Apenas abro los ojos, Carlos Varela me escribe canciones. Me las mete por los ojos, las letras, porque me gusta leerlas en ese cancionero que publicaron este año y acaba de comprar mi tío Tomás en la Feria del Libro: Trovadores de la herejía (Ediciones Abril, 2012). Un libro grande y gordo que habla sobre cuatro cantautores cubanos: Frank Delgado, Carlos Varela, Gerardo Alfonso y Santiago Feliú. La portada es una foto en blanco y negro: los cuatro parados, uno al lado del otro.
Las cuatro patas de la mesa les llaman —dice mi tío Tomás—. Lo escucho pero no dejo de mirar la fotografía. La imagen de Carlos resalta sobre todas las imágenes y su pata sobre todas las patas.
De una jalón arranco la segunda pata, la que se yergue por encima de todas las patas y me mando a correr para que no me atrapen, nunca. Yo solo quiero atravesar 10 años para llegar con su pata al concierto del 9 de abril del 2022, con la grabadora gris en mano, por supuesto. Poder andar sin que se me prohíba andar, nunca. Correr hacia el futuro, y como niña que todavía no sabe lo que es la miseria, enseñarle a Carlos Varela la foto que guardaría por muchos años como el primer tesoro verdadero.
Como niña pude tener cientos de tesoros. Huecos en la tierra repletos de agua, que luego la misma tierra engullía, para sembrar plantas de malanga, flamboyanes azules y aguacates. Flores de Majagua, que eran peces salvajes que nadaban desde las ramas del árbol hasta la superficie del patio, cubriéndolo todo, y que me cegaban los ojos con el brillo de sus escamas cuando el sol posaba sus rayos sobre ellas. Javitas de nailon reusadas, tendidas sobre los arbustos y batiendo sus alas al viento como palomas blancas, mensajeras de la imaginación.
Como niña que solo jugaba con las escenas que creaba en su mente, la foto que arrancó, guardó, y corrió con ella en brazos, 10 años hacia el futuro, fue lo primero real que, siendo niña, sus manos pudieron tocaron.
Yo solo quiero correr, déjenme. Solo quiero pedirle a mi yo adulta, que bien sé que estará sentada en el público, que me permita tomar mejores decisiones. Porque ahora también sé que, como niña, quiero quedarme en casa y seguir llenando el patio de plantas, peces salvajes y palomas. Decirle a mi madre que no, que no nos iremos de Cuba. Recitar un verso de Martí hasta que la convenza de quedarnos: “No hay casa en tierra ajena”, madre. Decirle hasta que se borren mis gestos, los que todavía eran los gestos felices, que no recorreremos 10 países para sentir eso que llamaban libertad porque no existiría tal libertad. “Aguanta como madre lo que viene”—gritarle—. Y, cuando la subdirectora de la secundaria te repita que mis ideas no son las correctas y que ahora será un acta en el expediente y un regaño público, pero que la próxima vez que me persigne y rece en un acto político y con el uniforme puesto, las consecuencias serán mayores, madre, no tengas miedo de eso. Madre, por el sagrado corazón de Jesús, no me lleves de mi país, madre.
Contarle lo que viviremos si cruzamos estos países por mar, aire y selva, que en el viaje no sobrevivirán las canciones de Carlos que dejé escritas en los cartones, paredes y en el suelo fangoso de todos esos 10 países que recorrimos. Las canciones que en algún punto me darán el abrazo de la piedad cuando esté a punto de morir. ¿Qué es la muerte comparada con el repudio y la persecución que tú también sufriste y tu madre aguantó, y se quedó en el país, y creciste tú, y nací yo? Y decirle, por supuesto, que en el viaje tampoco sobrevivirá mi felicidad.
Yo corrí y anduve. Yo llegué al futuro. Como niña me senté al lado de mí misma, adulta y miserable; pude ver en mi rostro una miseria cuya causa desconocía. Aún.
Como niña pude ver a Carlos Varela frente a mí con un pelo blanco encrespado escondido en un gorro negro. Con la mano derecha aguantaba una guitarra, sus dedos posados, con dulzura, sobre las cuerdas. Parecía que le hacía cosquillas a la mujer que amaba. Con la mano izquierda, también en gesto de dulzura, apuntaba a alguien del público. Su mirada perdida, apuntando hacia ese alguien.
Entre mis manos, la fotografía de un Carlos joven, inquieto, que no miraba la cámara fotográfica porque La Habana le mostraba mejores misterios. Apretada con un nudo que le hice con los pies, para cuidarla, la grabadora gris. Ante mis ojos, la imagen real de un Carlos viejo, inquieto, que no miraba ninguna de las cámaras fotográficas que se alzaban en el público porque La Habana que recordaba a través de las canciones le mostraba mejores misterios. Ante sus pies, en la mesa número cuatro del Flamingo Theater Bar de Miami, la grabadora gris de una niña que había viajado 10 años al futuro.
Como niña pude escuchar, luego de alguna canción que no recuerdo, cómo Carlos (el humano) y Varela (el artista) pidieron por la libertad de todos los niños y jóvenes presos injustamente por manifestarse el 11 de julio de 2021 en Cuba. ¿Qué niños y jóvenes presos? —pensaba como niña—.
Luego de la petición, el público se levantaba a sus pies y juntaba las manos en señal de agradecimiento. Aplausos y gritos harapientos era la musiquilla que desprendían los cubanos en el exilio que aquella noche habían llegado al concierto. ¿Cuántos de esos cubanos tenían algún niño o joven preso? ¿Cuántos habían recorrido diez países para llegar a la llamada libertad y tener la libertad de pedir por la libertad de otros? ¿Cuántos perdieron familiares en el mar, aire y selva? ¿Por qué tanta pena? ¿Por qué tanta luz en la frente?, pensaba la niña.
La niña que no sabía todavía de cuáles presos hablaba Varela, sí entendió en cambio que a un niño y a un joven jamás se le podía prohibir sus derechos. “Esta es la historia de un niño que se detuvo a soñar / que sueña con ver un día que no acaba de llegar”. Una niña que le sujetó fuerte la mano a su yo adulta, a quien le llovían los ojos cuando Carlos cantó “hay otros que sueñan igual / porque tal vez un día ese maldito sueño / se puede volver real”.
***
Debajo de la ventana del cuarto que daba al patio, encima de un tapete amarillo con un ribete de la misma tela, encima de una mesa, la bisabuela Neni puso la grabadora gris. Su hijo Pablo, el abuelo, la ayudó a poner la antena en una posición precisa para que pudiese coger casi todas las señales de radio del país. Al lado de la grabadora, el ventilador. Pablo la ayudó a ponerlo en una posición precisa para que, siempre que girara, el fresco le diera en la cara. Daba igual si se sentaba en el centro o en el borde de la cama, el fresco siempre le daba. La bisnieta y la nieta (que eran la misma) también se sentaba en el borde de la cama para escuchar casi todas las emisoras del país y coger fresco en la cara. Le parecía que aquella grabadora gris era también un tesoro verdadero.
En la esquina del cuarto que daba al patio, en la unión de dos paredes, una Virgen lucía un traje negro. Con una mano aguantaba una Biblia de la que colgaban dos rosarios. Con la otra, se tocaba el pecho, como símbolo del dolor. El dolor de perder un hijo ante sus pies. Al lado de la Virgen, sobre una mesita de madera, un cristal sujetaba las fotografías de todos los hijos de la familia que habían muerto. Unas flores plásticas siempre vivas para el alma de los difuntos.
Un día cualquiera del 2012, a través de la grabadora gris y por la Emisora Radial CMHW, La Reina Radial del Centro, Carlos Varela cantó a Laura, milonga y lejanía, de Noel Nicola. A la bisnieta y nieta le pareció la canción más linda, y esa versión de Carlos, específicamente, un tema que ni él mismo podría superar. Aquella canción se convertiría en la que más le gustaría después; esa que un día, y a través del pedido de un muchacho que sí conoce bien a Varela, esperaba escuchar en un concierto de abril del 2022.
***
“Tiras tres monedas al aire y le preguntas a I Chin, ¿cómo será el fin?”. Infarto en el miocardio, —responde—, y a mí se me cierra el ojo derecho, el cachete derecho se endurece, después se atrofia la mandíbula, y por último, el costado derecho de los labios se pegan. No siento nada. La parte derecha de mi cara es un espacio agradable donde un bicho pesado y monstruoso se sienta y procura que su peso y su monstruosidad manden sobre mis articulaciones.
Parálisis del lado derecho de la cara —dice el I Chin—, los próximos tres días no podrás llorar, hablar y expresar emociones, lo mejor será que te sientes en una esquina, la espalda pegada a la pared y mires fijo a un punto. “Sabes que no puedo salvarlo” —dice I Ching, para que yo comprenda la cosa—. Y a mí se me escacha el corazón, pero no se rompe. “Ven y agárrate de mí”. Es catalepsia, claro —le digo al I Ching—. “Tal vez”, ¿qué otra cosa puede ser? “Tal vez un milagro baje”.
***
El 11 de septiembre del 2013, el día después de que su corazón se detuvo a causa de un infarto del miocardio, Pablo, mi abuelo, se levantaría a las 5:45 de la mañana, prepararía la cafetera, abriría la puerta de la sala, recibiría el caldero de metal con la leche acabada de ordeñar y le daría las gracias al lechero. Luego iría a la cocina, pondría la cafetera sobre las llamas del fogón de cuatro patas de hierro que se enciende con luz brillante. Mientras la cafetera se colaría, iría al cuarto y despertaría a Carmen, su esposa, le daría un beso y le cantaría Rita la Caimana, de Los Compadres. Abriría la puerta siguiente y despertaría a Neni, su madre por 60 años, le daría un beso y volvería a la cocina.
Bajaría la cafetera del fogón, cerraría la llave de paso de la luz brillante, dejaría los ojos clavados en la llama que danza al ritmo de la música nacida de las últimas gotas del combustible y que en segundos se disiparía. Cantaría un gallo en las afueras de la casa y Pablo se daría cuenta de que es tarde, que no herviría la leche y que su hija Sandra y su nieta Laura esperarían por el café, a cinco minutos de la casa donde él vive. Echaría el café en un jarrito de metal, agarraría su portafolio y saldría por la puerta. No la cerraría, Carmen y Neni estarían despiertas. Caminaría por el terraplén que desemboca en la línea del tren. La atravesaría. Empezaría a salir el sol y tararearía una canción de Sabina: “peor para el sol, que se mete a las siete en la cuna del mar a soñar, nana nana na”. El pito del tren que anuncia su llegada interrumpiría el tarareo. Doblaría a la izquierda y, trillo abajo, llegaría a la casa donde su nieta e hija esperarían el café.
Mi madre esperó el café pero el café nunca llegó. Yo, lo esperé a él. Tampoco llegó.
No es que mi madre no hubiese querido esperar más a él que al café, si esa hubiese sido la espera. Lo que pasa es que mi madre sabía que su padre estaba muerto. Mi madre tenía un padre muerto. Decía “yo tengo un padre muerto. Un muerto que, ¿tengo? ¿Puedo usar la palabra ʽtengo’ aunque esté muerto? Hmmmmm. Qué curioso. Yo sí que puedo dejar de esperar. Creo que he leído esto en otra parte. Yo sí que puedo llorar. ¿Y el café?”.
Mi madre sabía que la noche anterior, dentro de una casa, en un cuarto, un hombre moría. Mi madre sabía que quien moría a las 10:45 de la noche era su padre. Lo había llorado agarrándolo por los hombros que, desplomados, estaban tendidos sobre la cama, mientras que a Carmen, un doctor vecino que cruzó la cerca y rompió la puerta cuando oyó la gritería, le metía el dedo hasta la garganta para devolverle la lengua a su posición y evitar que muriera también, de asfixia. Y no es que Carmen haya querido morir, es que su lengua reaccionó así al enterarse que la lengua de su esposo dejaría de pronunciar todas las letras de la canción Rita la Caimana; y que el latido de aquel corazón dejaría de sincronizarse con el suyo. Mi madre lloraba a mi abuelo mientras veía cómo un doctor impedía que también tuviese que llorar por mi abuela. Tengo un padre muerto y tengo una madre medio muerta. ¿Tengo? Hmmmmm. Qué curioso. Pensaba mi madre asfixiada en llanto.

Foto: Cortesía de la autora.
En el otro cuarto, el que da al patio, mi bisabuela lloraba más que mi madre y mi abuela, pero como no estaba muerta y su lengua no se le había atragantado en la garganta, lloraba sola. Y si por el rostro de la Virgen con traje negro rodaban lágrimas negras, lloraba. Y si no había apagado la grabadora gris antes de dormir y volvían a repetir en CMHW, La Reina Radial del Centro, Pablo, milonga y lejanía, lloraba. Perdón, Laura, milonga y lejanía, lloraba. Y si se preguntaba: “¿Dónde está Laura que no viene?”, lloraba. Y si no lloraba sola, lloraba. Y si estaba con ella su otra hija, María Teresa —quien apagó la grabadora gris por la que Carlos Varela entonaba Laura, milonga y lejanía, porque ahora estaríamos de luto para siempre y nunca más se prendería la grabadora gris—, lloraba. Y si llegaban los vecinos alertados y cruzaban la puerta rota sin permiso, lloraba. Y si llegué yo en algún momento cuando ya el cuerpo de mi abuelo no estaba —“Estoy aquí contigo, Neni”—, lloraba.
Yo no lloraba. Yo cantaba. “Tiras tres monedas al aire y le preguntas a I Chin, ¿cómo será el fin?”. Yo no veía a ningún muerto y, por tanto, la muerte no era real. “Tienes miedo de encerrarte / y de no poder salir”. Yo no veía ninguna ropa llena de orina que salió de su uretra cuando el miocardio se le partió en dos y el dolor se hizo cómplice del último segundo de vida. Por tanto, la muerte no era real. “Aunque sospechan de mí”. Yo no veía cómo le ponían una sábana blanca por encima para que los ojos, que se le abrían solos, no parecieran lagos de leche. Por tanto, la muerte no era real “de mí”. Entonces, como no existía la muerte ni tenía ningún muerto, yo podía pensar que mi abuelo no estaba muerto. Entonces, como no existía la muerte ni tenía ningún muerto, yo podía elegir no llorar y permitir que se me paralizara la parte derecha de la cara. Entonces, como no existía la muerte ni tenía ningún muerto, yo podía cantar los próximos tres días sentada en una esquina, con la espalda pegada a la pared y mirando a un punto fijo. “Tal vez / tal vez / un milagro baje / Un milagro baje hasta aquí / taaal vez”.
***
El músico franco-alemán Albert Schweitzer escribió: “Hay dos formas de refugiarse de las miserias de la vida: la música y los gatos”. A mis 24 años sabía que la mirada de mi gata era una mirada de lástima. “Tengo lástima de ti, humana”, me decía cuando traspasaba mis ojos con sus ojos. Después del 11 de julio de 2021, a casi un año de haberla adoptado, puse todo mi peso sobre su cuerpecito. Mi gata era una gata refugiada que ahora le brindaba refugio a una humana. Ella me era suficiente.
Cuando yo reía, reía con miseria. Cuando yo leía, leía con miseria. Cuando yo cantaba una canción, cantaba con miseria. Aunque cuando cantaba, la miseria se sentía más dulce. Me abrazaba mejor.
Con toda mi miseria y con una bandera cubana como manta, sentada en la mesa número cuatro de Flamingo Theater Bar, de Miami, vi cómo un cuerpo con traje negro atravesó el telón de fondo, avanzó hacia el centro del escenario, y con sus ojos, traspasó mis ojos. Era un gato negro y misericordioso que juntaba sus manos como quien reclama a Dios por la ventura de sus hijos. “Las iglesias hablan de la salvación/ Y la gente reza y pide cosas en silencio”, cantaba. Las primeras palabras que aquel hombre pronunciaba eran aquellas primeras palabras que le censuraron a mi madre. “Y los padres ya no quieren hablar de la situación / sobreviven prisioneros / y acostumbran a callar”. Las mismas que me censuraron a mí. “Y en silencio van al mar y se largan”. Y por las que yo, aquella noche, con mi miseria, estaba sentada en la mesa número cuatro de un teatro en Miami. “Y en la cara de sus hijos hay una lágrima rodando”. Y una niña había recorrido 10 años al futuro con una fotografía y una grabadora en mano. “Lágrimas negras”.
Entre aplausos, desgarró su voz cuando, luego de la última letra de Como los peces, gritó “¡Viva Cuba Libre!”. Nosotros, su público, entregándonos al grito, hicimos temblar el teatro. ¿Quién dice que todos no éramos Les Misérables?
El 9 de abril del 2022, Carlos Varela fue el gato negro del refugio. Su música, el dulce abrazo de la piedad.
***
El rostro del gato negro se derretía. Estábamos muy cerca uno del otro, podía ver cada expresión suya, cómo las luces de todos los colores le dibujaban la piel. Las canciones recorrían sus primeros años de carrera. ¡Casi 40 años de carrera, Dios!, pensaba. El público agitó banderas, levantó carteles. Aquel era un concierto de libertad. El alma se liberaba de toda miseria. La banda afinó los instrumentos. Solos de guitarra, solos de piano. Yo sabía el nombre de cada uno de los miembros de la banda. El resto del público seguramente también. Había que llorar. Nos lo debíamos. Carlos Varela estiró su mano y puso sobre la mía la púa roja con la que hasta el momento había tocado todas las canciones. Apreté la púa. Una moneda china —pensaba—, estas son las monedas.
Yo, en tanto, esperaba el momento justo, ese en el que Carlos se detuviera a cantar mi canción. No tenía que decir que era para mí, yo lo sabría. Solo yo la esperaba. Solo yo la había pedido meses antes. Las probabilidades de que Carlos Varela la cantara eran las mismas probabilidades de que una muchacha le regalara a un muchacho un pedazo de queso como prueba de su amor.
El público prendió las luces de los celulares. Estrellas que alumbraban y mataban. Éramos una sola noche. Y cuando sentí toda la miseria agarrarme, deshacerme y reconstruirme, se apagaron las luces. Carlos Varela abandonó el escenario. El público dejó de gritar.
Entonces supe que yo podía esperar toda la vida por el muchacho que nunca le pidió a Carlos Varela que me cantara Laura, milonga y lejanía; aquella que podía escuchar, eso sí, en algún cuarto de una casa donde un hombre muere, a través de una grabadora gris. ¿Y si le pregunto al I Ching sobre esta espera? —pensé—.
El filo de la moneda roja que lancé cortaba el aire.