
“Coser y cantar” o las derivaciones musicales de la memoria
No hay que dedicarle muchos años a la neurociencia para saber que la música tiene impactos reales en nuestra vida cotidiana. Muchos son los estudios dedicados a evidenciar estos efectos; The Lancet Neurology, el medio más leído de neurología dentro del universo médico, guarda varios artículos sobre el tema. Algunos de los más recientes, como Art speaks where words fail y The Pillars of learning, ambos del Dr. Robert Stirrups, muestran que en dependencia de notas mayores o menores, de frecuencias y ritmos, de circunstancias en las que ciertas sonoridades llegan a nosotros, los efectos emocionales y corporales se diversifican.
En física, el sonido es un fenómeno que involucra ondas acústicas provocadas por cualquier objeto que vibre en un medio elástico de transmisión —gas, líquido o sólido. En fisiología y psicología el sonido es la recepción de tales ondas y su percepción por parte del cerebro. El sonido hace posible el lenguaje, simbólico o no, y nos coloca en una posición ventajosa —tal vez solo desde un planteamiento biologicista— con respecto a los demás seres vivos. El arte de combinar estos sonidos respetando las leyes de la armonía, melodía y ritmo, produciendo experiencias estéticas, es a lo que llamamos música.
Desde el vientre materno la sonoridad forma parte de nuestra vida; los latidos, la música que acompaña la gestación, los estados emocionales que ella provoca, engullen la afectividad y los procesos cognitivos a los que nos enfrentamos en el justo instante del nacimiento.
Las ondas acústicas se esparcen por nuestras conexiones cerebrales a través de impulsos eléctricos, hormonas y reacciones químicas. La ciencia ha insistido en que el hemisferio izquierdo es el encargado de la capacidad motriz y el sitio donde se desarrolla la mayoría de nuestro lenguaje, además de la escucha, el habla, la memoria y el cálculo. En el hemisferio derecho es donde radica nuestra creatividad, algunas de las funciones complejas de las que se encarga, como la capacidad espacial, la interpretación, la comprensión, la habilidad para analizar contexto y el procesamiento musical, lo vuelven el lado más “misterioso” del cerebro.
Sin embargo, no es tan simple. Las disposiciones espaciales no son excluyentes; ya se sabe en cuanto a la música, por ejemplo, que ambos hemisferios trabajan en su recepción y son los géneros musicales los que inciden de formas distintivas en ambas mitades. A eso lo llamamos “hemisferio central” porque son muchas las conexiones neuronales generadas, no solo por las ondas y sus impulsos eléctricos, sino por los estados de ánimo que involucran hormonas como la dopamina —la llamada hormona de la alegría— que “lubrica” las sinapsis y estimula la lógica, la asimilación de conocimientos, la memoria, la abstracción, la creatividad.
Hablar de estudios que incluyan a la música en los procesos cognitivos podría ser interminable. Pero a lo que venimos es a intentar responder una pregunta que nos hemos hecho más de una vez:
¿Por qué recordamos más fácilmente una canción que algo que verdaderamente necesitamos tener al alcance de la memoria inmediata?
Es universal esa sensación. Suena en un bar una canción que hace veinte años no oías y la cantas sin llegar a recordar el título siquiera. Sin embargo, las contraseñas, los nombres, las fechas, el contenido de tus estudios, se van de tu mente al primer soplido.
Es por eso que, desde el inicio de las civilizaciones, los principales acontecimientos culturales se trasladaron de generación en generación gracias a la tradición oral, la historia a través de la rima.
Pues todo está relacionado con el lugar en el que el cerebro procesa la información acústica. En realidad, la razón sigue siendo un misterio del que mucho se ha investigado con el solo objetivo de mejorar las habilidades de aprendizaje. Hay algunas teorías que nos acercan bastante. Según el Max Planck Institute for Human Cognitive and Brain Sciences, la cuestión es que el cerebro almacena en un lugar diferente la letra de una canción y su melodía. La primera, por ejemplo, tiene una “mejor ubicación”, justo en el lóbulo temporal, encima de la oreja, donde se procesan muchos de los recuerdos. Tal vez olvides una melodía, pero raramente olvidas una letra “bien almacenada”.
Y sin que sepamos muy bien por qué, la música es una de las pocas armas que tienen los terapeutas para hacer frente al avance de una enfermedad como el Mal de Alzhéimer, la forma más común de la demencia en adultos mayores.
Para “almacenar la música” de manera indefinida bastan tres factores: en primer lugar el ritmo (si la cadencia es simple nuestro cerebro se vuelve vago, hace sinapsis cortas, muy fáciles de conservar a través de los años); luego, a exposición prolongada (no tenemos idea de lo mucho que oímos nuestras canciones preferidas) ya sea en casa, en bares, en el transporte público, en la casa del vecino; y, por último, las desencadenantes emocionales, las sensaciones que una pieza musical nos provocó alguna vez, sobre todo las de tristeza y alegría que, más allá de lo poético, son el resultado de inmensas fórmulas bioquímicas perfectamente calibradas.
El resto queda a la memoria motora. La pulsión inevitable ante la música que preferimos, es aprenderla de memoria, tararearla aunque sea en la intimidad del hogar. Si una canción nos gusta mucho la repetimos, a veces por años, y eso termina grabándola en nuestro cerebro de forma excepcional. Seguramente has cortado a medias la escucha de alguna canción y se te ha quedado el cerebro repitiéndola el resto del día. La memoria motora es la del hábito, la de la fijación. Es la que nos permite, por ejemplo, no olvidar cómo se monta bicicleta.
Tal vez sea la música la llave de nuestros recuerdos, y elegir la ruta de nuestra memoria renueve el gozo de la música que preferimos en las diferentes etapas de nuestra vida, más allá de esa contraseña que no puedes recordar, el nombre del vecino que se te escapa, o el contenido que te acabas de leer para el examen de mañana y no te entra de ninguna forma. Tal vez aprenderse una canción sí resulte tan fácil como montar bicicleta y una vez que penetre en nuestra cabeza jamás podamos olvidarla… Entenderemos entonces por qué el refrán de la abuela nos repite que todo en la vida no es “coser y cantar”.