
Confesión del viento, El desierto y Témpera
Hay tres canciones que me gustan. Una se llama Témpera, un hombre alucinando tensiones encuentra colores sobre un lienzo. Otra, El desierto, la libertad de perder el amor. La tercera, Confesión del viento, un susurro cargado del dolor de la existencia.
Suenan las guitarras chilenas, y el contrabajo. Pronto un muchacho conflictuado comienza a contarnos sus problemas. Son tantas cosas difíciles que las logra transformar en poesía. Él vio “las estrellas de día brillar más que nunca en un cielo de lienzo”. Colores tirados al azar, un ser que sufre los interpreta. Una pintura como un espejo, un llanto de culpa, como quien quiso vivir en otra realidad.
Manuel García, compositor chileno, sorprende con versos directos y trastornados en esta canción. Encuentra tensiones desde una cordura desgarrada, que no le permite avanzar, que le hace difícil el sentido de la vida. “Difícil tocar la guitarra si el papel mural se desprende por nada”, pero también “difícil hacer el amor sin sentir que nos agarramos de una tabla”. Asume que la vida es un naufragio.
Su melodía comienza en la nota más alta, casi gritando, y comienza a caer durante cada verso. Es una queja siempre, una voz que no comprende. “La sangre que va al corazón es témpera roja que endurece el tiempo”. Y transforma la existencia en una imagen que encierra al hombre, “arrancarle los cristales a tus pensamientos que son mis gigantes. Gigantes, gigantes…”. Con una melodía trágica los vuelve “gigantes” quijotescos, la ilusión que ha de vencer para poder continuar su vida.
Lhasa de Sela, en cambio, supo naufragar en el desierto para vencer el desamor. Impresiona su fuerza al abandonarlo todo, al quedarse con el beso de la espina. El ritmo de swing relajado, las guitarras simpáticas del oeste con una melodía que sube y baja equilibradamente, y también un bajo y guitarras rítmicas mexicanas. “He venido a este centro de la nada pa’ gritar / que tú nunca mereciste lo que tanto quise dar”. Pero ella no está sufriendo, sino que está desprendida. A veces se quiebra, como una rama, al repetir un verso, pero entonces reaparece su voz con otro cuerpo. “Ahora sí”, y vuelve a decir desde un poderío sensual “he venido al desierto pa’ reirme de tu amor / que el desierto es más tierno y la espina besa mejor”. Su voz sube y al caer traza un arco, un impulso libre entre la arena.
La canción empezó con un susurro agudo, amarillo y áspero, tierno y sensual. “Dame un beso pajarillo y no te asustes, colibrí”. Está entre las flores, y sonríe. También perdió el hilo de su realidad, y ha salido de ella, al “centro de la nada”, decepcionada, herida, deja oír un solo de guitarra, de cuerdas que casi disparan flechas, entre la arena que se levanta, sus cabellos que giran, sus ojos que lloran.
“Porque el alma prende fuego cuando deja de amar”. Debajo de su discurso encendido, una percusión violenta el paso calmo del paisaje. Una mujer escapada de la sociedad, llena de poder, crea su realidad desde el vacío. ¿Se le verá regresar, o se perderá en las dunas para siempre? El paisaje que se curva según su presencia, como un amigo suave, y ella ebria que va bailando, o cayendo de tanto dolor que se le escapa. Cada paso en la arena es un conjuro efímero, y se va internando, caminando hacia el sol crepuscular, con los brazos en forma de leña húmeda.
Un hombre encerrado entre cristales gigantes. Una mujer perdida entre las dunas. La tercera canción les ha pasado entre los dedos, es una voz ancestral.
Los mismos demonios en todos los siglos. Las mismas necesidades, búsquedas, ambiciones. Siempre las mismas locuras, las mismas corduras. La luna creciendo y menguando, y entre las mareas, una sombra sola en su bote. Junto al río las casas pobres, entre les niñes que juegan, une que simplemente escucha. Mirando el cielo, el silencio de las nubes, o la tormenta sobre las aguas bravas. Todes oímos la confesión del viento, pero no siempre recordamos el patrón de culpas repetidas que carga en su lomo.
Un golpe que desata los susurros: “el viento me confió cosas que siempre llevo conmigo”. Una voz femenina y una masculina cantan juntas la melodía. Como alrededor de la fogata, el canto andrógino devela las penas que el viento torpe va susurrando. “Iba cargado de culpas y seguía confesando / en su lomo de distancias no cabalgaba ni un pájaro. / Era un fantasma ese viento / un alma en pena penando / y en ese telar de angustias / tejió sus babas el diablo”.
Liliana Herrero, voz bruja de río, esta vez delata al culpable, como un demonio sin sueño que no quiere, pero debe ser el huracán y el fuego. “Que el sauce estaba muy débil / que en realidad él no quiso” pero no se detiene.
La melodía, monótona sobre la misma nota, termina siempre ascendiendo en las dos últimas sílabas, sin cerrar la idea y brindándole desequilibrio. Pero no interrumpe la calma de quien cuenta. Acompañada con una sonoridad clásica del rock argentino, incluye percusiones folclóricas, como un color que va golpeando. Las guitarras eléctricas también confiesan, y el bajo en pasos, preciso. Liliana suena encima de la telaraña del acompañamiento su liturgia que causa pena, y en su voz se sienten crujir ramas al fuego manso en el círculo. Nocturna, como en un cuento para niños, invoca con tristezas a las brisas.
A la mitad de la canción comienza a entretejer los versos anteriores aleatoriamente. Genera nuevas tensiones con los mismos elementos. “En ese telar de angustias / el fuego abrazando al árbol / el sauce estaba muy débil / y seguía confesando”. Deja compases completos vacíos, como cuando la ventolera se detiene, y luego, de un golpe vuelven las voces montadas una encima de otras. Sin pretender representar los millones de años que lleva el viento “cargado de culpas”, nos resuena su voz aquí y allá, diciendo lo mismo entre las montañas o sobre el mar.
Distintas formas de lidiar con el poder se ocultan detrás de estas canciones. Hay quien lo sufre, se encierra y se quiebra: “mi niña se compra un vestido y todo el país me parece distinto. / Mi niña se pone el vestido y se lo quito al tiro por darle un sentido / gigante”. Hay quien escapa y se pierde en la nada: “he venido yo corriendo y olvidándome de ti”, como quien sale a fundar su camino, liberado. Y hay quien guarda los secretos del poder y los deja correr: “no quise atajarlo / pues cuando lleva razón / vaya, quién quiere pararlo”.

Mantrash zinkin flow
Abel Lescay27.07.2022La canción latinoamericana, la tradición de hermanos de Yupanqui que buscan la senda por la que se van las penas y las vaquitas, cazó a Lhasa nacida en Nueva York en la red de arenas de México, a Manuel García en Chile y a Liliana Herrero en Argentina. Un canto que carga una tristeza centenaria, la pena del indio, del pobre que perdió su tierra ante una cultura invasora y que vive perdido entre los cerros buscando su lugar. Es un canto de antigua sabiduría que abre un camino a la libertad, a la voluntad de reconquistar una cultura que escucha a la sagrada naturaleza.
“Por esa grapa de gracia que tenemos que beber / Por ese humo desgracia que tenemos que toser / Por los andamios de gente para subir y caer / Dios le pague”, dice Chico Buarque al final de Construcción. Y es que la crisis del hombre occidental, sus conflictos existenciales, importados en América con el traje y la corbata, cubren la esperanza de los pobres, y los ciegan. Por eso escapaba Atahualpa Yupanqui en su caballo, de cerro en cerro, buscando la información ancestral que devuelva la comunicación mágica entre le humane y la tierra, perdiendo su historia personal para ser parte del infinito. El poderío de la magia latinoamericana está plasmado en la canción, y queda, oculto por estructuras occidentales, como una semilla en las voces de quienes se sentaron ante los colores de una témpera, o en el desierto, o ante el viento terrible, a leer los signos que desaten la libertad de nuestro espíritu, ante las leyes del universo.