
Concierto para personas muy importantes
1.
Nueva York— Veinticinco grados centígrados. Lluvia tenue.
Un hombre fornido, altote, nos grita en acento dominicano que por favor formemos una sola fila. Todos lo escuchamos pero nos hacemos los que no. Nadie sabe para qué es la una y para qué la otra, nadie quiere moverse. “No y no, que no, cómo va a ser que pagamos tanto y nos toca meternos en tremendas filotas, cómo va a ser que huimos de las eternas colas cubanas pa´terminar en Nuyork pagando por hacer otras”, dice una mujer de pelo corto pulido, rojizo, quizás 60 años. Un viejito con sombrero vaquero refunfuña que a los viejos deberían entrarlos primero. Un músico reconocido dice al aire que él no debería seguir ahí, que sus amigos ya están adentro.
A través del amasijo humano que se va formando a la entrada de la discoteca La Boom, en Woodside, Queens, dos hombres pasan un par de congas por encima de sus cabezas. La mujer peruana que va detrás de mí le anuncia por teléfono y con voz de urgencia a su amiga Lola que sí están pidiendo el carné de vacunas, que se apure y consiga uno presta’o. Otras mujeres ríen. Siento un humor de impaciencia festiva. Hemos decidido ignorar la pandemia y no hay tapabocas ni mucha distancia entre los cuerpos. El primer puerto es para demostrar que pasamos los 18 años aunque sea obvio que la mayoría de los presentes hace rato los triplicaron. Entonces las dos filas se vuelven cuatro. Ascienden peldaños metálicos. Las de hombres avanzan rápido. Las de mujeres muy despacio.
“¿Y por qué no nos dan prioridad a nosotras?”, grita otra peruana. “Hey, nosotras los parimos, nos jodemos toda la vida por culpa de ustedes, y ni acá nos dan prioridad”, responde una colombiana de pelo rubísimo y unos 50 años. Ríen. Tal vez si yo llevara unos tacones como los que usan casi todas aquí también me estaría quejando. Nos revisan los bolsos con minuciosidad. A mí me abren la billetera, la bolsa de tabaco, un cuaderno; me huelen, me hurgan el pelo pero no me tocan la piel. A ninguna nos tocan, pero sí a ellos. “Uy uy uy, cuidado ahí mi hermano que conmigo esas vainas no, déjate el toqueteo”, le dice un dominicano al hombre de seguridad que revisa los bolsillos de su pantalón. En una mesita de metal, los guardias forman una colección de encendedores que van sacando de la ropa de los hombres. Yo conservo el mío en un bolsillo de mis jeans. Pienso que la última vez que pasé una requisa similar fue para entrar en el Museo del Memorial, donde estaban las Torres Gemelas. Allí lo encontré muy lógico, aquí me pone nerviosa.
Y noto ahora, mientras escribo, lo absurdo que resulta que para ir a un concierto te revisen tanto mientras parece cada vez más sencillo entrar armas de fuego en una escuela.
País al revés.
Al final, nadie pide vacunas. El tercero y último puerto es para que te pongan un sello sobre tu manilla en la muñeca derecha. Ha pasado por poco hora y media desde que llegué al club. Atravieso la alfombra roja de un pequeño lobby y pienso que, para la mayoría de los que estamos aquí, esta debe ser la única alfombra roja que pisaremos en nuestras vidas. Personas con looks recién salidos de la peluquería desfilan. Se hacen retratos y selfies con el fondo del logo La Boom. Tengo la sensación de que la mayoría han venido para ver a Los Van Van y solo más tarde comprobaré que estaba dichosamente equivocada. Havana D´Primera, el grupo que abre la noche, también los convoca, les arranca de labios y huesos una exquisita devoción.

Foto: Marcela Joya.
2.
Es como meter los pies en un lodazal y hundirte de golpe. Hundirte hasta sentir el lodo en la lengua y tragarlo, tragarlo y atragantarte tragando, así impacta la música en tu cuerpo cuando entras en esta discoteca para 800 personas.
Yo entro y salgo. Espero afuera a que pase algo sobre el escenario porque quiero creer que con los músicos allí puedo mentirle a mis oídos que un volumen así no es tortura y peligro. Me pasó cuando vi a Havana D´Primera, hace cinco años, en la Casa de la Música en La Habana. Alexander Abreu, el líder, empezó a tocar la trompeta y mi mecanismo de autoengaño auditivo se activó: la náusea que me provocaba la horrorosa amplificación del sonido fue cediendo.
Recuerdo haber pensado que Alexander Abreu Manresa tocaba la trompeta como si punteara en una flauta, con una melosidad y concisión muy ágil en los dedos, para además cantar como si tocara la trompeta —como le pasaba a Chet Baker—, desde el golpe rítmico en la partida hasta el fraseo eufónico de voz grave raja-corazón. Caí rendida ante sus labios: tan anchos, tan voluptuosos, que cuando soplan inflan y mueven su rostro como buche de paloma. No podía dejar de mirarlos pese a que la energía culminante de la banda entera reclamaba mi atención.
Dice Abreu que le hubiera gustado aprender a tocar la flauta primero, pero ante la escasez de profesores expertos en ese instrumento, en su infancia, terminó acogiendo la trompeta. En el 2017, cuando lo vi por primera vez, cumplió 41 años. A los 20 ya había pasado por grandes escuelas, como la Nacional de Arte en Cuba, la de Paulo FG y la de Irakere. A los 22 ya enseñaba música y grababa la trompeta para las bandas más populares de la isla, Los Van Van y Klímax, siendo dos de muchas. Aún no cantaba, o por lo menos no en público, aunque desde chico, en su barrio natal de Cienfuegos, Pueblo Grifo, lo hacía para familiares y amigos. Su abuelo, dice, fue su inspiración.
Esta noche, en cambio, todo lo que hará Abreu con la banda que fundó en el 2007 será usar su voz. No tocará la trompeta y puedo suponer que es porque aún se encuentra débil, quizás por la emergencia cardiovascular que tuvo el pasado febrero. Como cantante empezó a entrenarse durante una estadía de cuatro años en Dinamarca y la fundación del Grupo Danson: ocurrencia suya y unión de músicos daneses y cubanos que pujaban la timba con un tumbao más bien vanvanero, con más percusión que vientos, más trombones que trompetas, más coros que versos, y con quienes pegaría, pero a un nivel local y de fanáticos de eso a lo que mal llaman “salsa cubana” —porque es redundancia y contradicción—, Mi música, una de sus primeras composiciones.
Un tema que, me parece, ya reflejaba esa estética lírica que Abreu iba a robustecer con Havana D´Primera: odas a la procedencia yoruba, una suerte de reivindicación patriótica, agudas declaraciones de amor y menciones a la esperanza y la música como salvación.
Todo eso a lo que Abreu le llama una energía positiva y yo prefiero solo oír sin mucho atender porque a veces lo encuentro problemático, a veces simple. Un cubano de verdad da la vida por su tierra / vive de frente y derecho, preparado pa´l combate / y a su bandera se aferra, canta Abreu en Me dicen Cuba, canción que hoy no falta en los conciertos de Havana D´Primera, que grabaron en el álbum La vuelta al mundo (2015) y en donde, creo, terminan de medrarse los frutos de un árbol extraño, al tiempo incómodo y cobijador.
Deslumbrante, sí, por su sonido enorme de vientos taimados con una ornamentación compleja que suena poderosamente sencilla, de 11 músicos estelares, todos con viejas residencias en las bandas timberas más nervudas de los 90, pero también perturbador porque no puede dejar de serlo que un cubano —o quien sea— afirme que hay que dar la vida por su tierra, aferrarse a su bandera; que lo cante y quiera que otros lo canten con él: hoy, fíjese, en 2022.
Tan solo quiero que sepas lo que se siente / cuando se llene tu alma de toda mi cubanía / cubano soy de pura cepa / y mis raíces defiendo con la vida.

Alexander Abreu en La Boom, Queens. Foto: Marcela Joya.
3.
“Esto es para quienes en los 80 tuvieron que dejar nuestra tierra, y para todos los cubanos”, anuncia Abreu en el micrófono antes de empezar a cantar su canción predilecta, esa, Me dicen Cuba. A juzgar por la intensidad de la algarabía en la audiencia ante la pregunta infaltable de tantos músicos en los escenarios —¿dónde está mi gente de…?—, por lo menos una tercera parte de la audiencia está conformada por cubanos, una mayoría por colombianos y otro número menor por peruanos. Los norteamericanos apenas se sienten. Dos hombres cubanos responden a las palabras de Abreu sacudiendo en alto su bandera. Una mujer con ojos empantanados y pelo amarrado en una cola caballo de numerosas trenzas finas, se acerca lo que más puede a la tarima, alza una mano para nombrarse presente, y sostiene de la otra a una mujer bajita y mayor que usa turbante y pone una mirada avizora, intensa, que no desprenderá de los músicos en toda la noche.
Las dos mujeres pegan el cuerpo a los paneles metálicos que limitan la frontera entre la zona VIP —personas muy importantes, por sus siglas en inglés— y la tarima. Entre ellas y los músicos se forma un corredor estrecho por el que pasan meseras, casi todas colombianas, uniformadas con trajes de tela negra, enterizos que realzan la horma de sus caderas y dejan la mitad de sus tetas —muy redondas, grandes— descubiertas en un escote casi hasta el ombligo, en V. Cruzan por ahí también los auxiliares del bar, hombres bajitos con baldes repletos de hielo, narguiles y licores. Para acceder a una de las mesas en la franja para “personas muy importantes” —qué extraño suena esto— debiste haber pagado 120 dólares y debes consumir, máximo entre tres personas, por poco una botella que no te costará menos de 350.
Es un tanto escandaloso. Todo. También la luz púrpura que pinta el salón y los destellos azules que se te derraman por la ropa, el humo espeso que te ciega a ratos, la triste dosis de whisky que te sirven los bartenders si no eres un VIP y consigues pedir en el bar, las sonrisas muy alargadas de pantomima de las meseras. Ya he hablado del volumen del sonido, pero advierto que, con los músicos en tarima, empiezo a sentirlo como un estruendo silenciando otro estruendo. Porque Havana D´Primera toca —y me parece que siempre, que no solo aquí— en el volumen de una banda marcial.
De nuevo, de a poco, sin embargo, va mermando. Escuchamos:
Ella dice que la vida se le da bien dura / con los problemas / con la censura / que por eso, necesita un pasaporte…
Entonces quiero, muchos queremos, gritarla, cantarla con desgarro y personificación, como si fuéramos la chica de la que habla la letra, como si pudiéramos ser Abreu. Pasaporte, una canción del segundo álbum del grupo que lleva por título el mismo nombre, puso a la banda bajo el oído internacional en el 2013. Es un disco al que le tengo un cariño especial porque al volver a Nueva York, después de haberlo oído en vivo en La Habana, no pude soltarlo, lo escuché durante semanas cada madrugada en la ruta larga del metro de vuelta a casa, desde el bajo Manhattan hasta la punta de Brooklyn al sur.
Porque sí. Porque no hay respuesta concisa del por qué a una le encanta, realmente le encanta, un álbum entero. Porque casi nunca pasa y cada vez que pasa los motivos son distintos y parecen camuflarse bajo un manto intraducible de la emoción. Porque todo. Porque esas trompetas que te puyan en la cintura y porque esa voz romántica que aun cuando dice cosas no muy sensatas te graba palabras en la indomable memoria, y porque esos bajos que te amainan la cadera y los benditos coros que se te pegan como chicle en las suelas.
Quería que todos mis amigos lo escucharan. Quería que supieran que si Los Van Van me habían convencido de que de algún lugar de Cuba —por encima de Nueva York— seguirían siempre brotando los más impactantes avances de la música afrolatina, y NG la Banda me había convertido en una fiel de la timba, Havana D´Primera me había volcado a preferirla. No era para mí algo pequeño. La salsa neoyorquina fue por muchos años mi única religión. Me preguntaba si Abreu y su combo de músicos recios que, en el escenario, se responden entre sí con la naturalidad de esas parejas capaces de completar mutuamente sus frases, podrían lograr algo parecido con aquellos desconfiados de la cadencia timbera, con aquellos que repetían —repiten— que a la timba le sobraba un golpe en la clave, que eso era imposible de bailar, que casi parecía una aberración.
Cuando la periodista argentina, Laura Trejo, le preguntó a Abreu que cómo se le había ocurrido Pasaporte, él respondió que fue una noche en la que tocaba para una casa casi vacía, “mirando la tristeza de esas mujeres a las que si descubren vinculadas con el turismo, castigan y persiguen”. Hablaba de prostitución sin nombrarla, como en la canción. Dijo que en cuanto la lanzaron fue por varios años censurada en Cuba. Una paradoja porque también fue esa canción la que otorgó a Havana D´Primera su pasaporte al mundo. Y porque, bueno, Alexander Abreu no es precisamente uno de esos músicos que están del lado contrario al Estado cubano.

Foto: Marcela Joya.
4.
Junto a las dos mujeres cubanas, que ahora se recuestan sobre los paneles, hay un hombre de pelo explotado y rubio, ojos verdes alegres, que viste una camiseta estampada con fotos de Los Van Van. Es el único que lleva tapabocas. No habla español. Mira al escenario como si estuvieran proyectando una película de la que no debe perder sus subtítulos veloces. Pone las manos en posición de orar y balancea el torso. Sonríe. Ha tenido que luchar por su puesto cerca a la tarima. Viene solo, y un hombre gordo de semblante airado, colombiano, que está sentado en todo el centro frente al escenario y parece conocer bien a los managers del club, ha exigido que lo saquen, ha dicho que le estorba, aunque es más probable que lo que le estorbe sea verlo tan cerca de su novia, de su mesa, porque cómo, ¿acaso no ha pagado una pequeña fortuna para sentirse al menos por pocas horas una persona muy importante?
Lo común, en Nueva York, es tener que ver una banda de música bailable en un lugar pensado para una música no bailable. Lo común es bailar meciéndose en la silla de un teatro con porteros obligados a obligarte a que no te levantes de tu puesto. Hace poco, Havana D´ Primera tocó en un lugar de esos, en el Bronx. Aquí, en cambio, podemos bailar, pero somos muchos los que después de tres canciones seguimos casi estáticos, imantados a los gestos de los músicos como una lengua al hielo. Algo extraño, pienso, preferimos cantar y mirar, a bailar; algo muy extraño que no recuerdo haber visto con una agrupación de música bailable neoyorquina de hoy.
Pero en la parte trasera del club, por donde se entra y se paga esta noche 70 dólares para ver a los músicos como figuritas lejanas, las personas bailan. Jóvenes y mujeres delgadas con jeans a la cintura y tenis Nike de colores practican sus recién aprendidos pasos timberos. Tienen las pieles morenas y ambarinas, pero sobre todo blancas. Cortes de pelo con flequillos en la frente. Gafas de marcos redondos enormes. Bolsos cruzados de cuero. Barbas. Pelos rojos, azules, naranjas. Algunos afros. Han llegado a la discoteca casi a la media noche, sin prisa.
Creo que ahora, en este lugar, como en pocos, como casi nunca, la franja VIP la ocupan de veras las “personas muy importantes”. Percibo un curioso vuelco jerárquico. La mujer risueña y cincuentona, caleña, en la mesa a mi izquierda que acompaña desde su puesto a los músicos con un güiro. La pareja de cubanos sesentones con trajes preciosos que parecen haber pertenecido a sus padres. El viejito con sombrero vaquero. La familia de peruanos que van rotando de mano en mano un par de claves. El grupo de amigos colombianos que tararean todas las canciones y se pasan veloces tragos cortos de tequila Clase Azul —ay, qué pena— como si fuera aguardiente barato. Mujeres en super minifaldas, super tacones y super escotes con uñas larguísimas super decoradas y hombres con pelos llenos de gomina en punta, colonias Abercrombie y barrigas sobresalientes. El chico rubio, las dos cubanas. Muchos que cantan con los brazos arriba y las manos agitándose como si espantaran moscas, muchos amalgamados en esta transpiración amatoria. ¿Quiénes, sino ellos, son las personas más importantes en una sala de conciertos?
Y lo son, aquí, ahora, no precisamente porque por una noche han podido pagar el precio para serlo.
Empieza una canción que adoramos:
(…) a ti se te olvidó quién soy yo / no sé qué virus te borró la memoria / pero la vida es una sola y cada cual tiene su historia…
Está también en Pasaporte, se llama Se te olvidó quién soy yo y, como con las demás canciones del álbum, me da la sensación de que Abreu y sus coristas le están cantando a la tristeza con alborozo, como quien sabe, como sabía Van Gogh, que jamás se disuelve, que es inútil, la tristeza durará toda la vida. Me parece que su sonido es una perpetuación de esta realidad.
Diría, sí, que para que el tema fuese perfecto haría falta quitarle este breve estribillo:
(…) y sigo siendo el mismo que te hizo mujer…
Sabemos, sin embargo, que una línea así significa un poco más que un descuido. Sabemos lo lejos que aún estamos de lograr que los artistas de la música popular no sigan perpetuando esos modelos amargos de masculinidad, que es posible que aún ni se den cuenta de que lo hacen, por dentro y por fuera de la música. Y no sé cuántas otras cosas —graves, a veces feas— prefieren ellos no mirar, pero me parece que a menudo nosotros, la audiencia, terminamos por aceptar o pasar sin cuestionar, en ciertos artistas que admiramos, posiciones y pensamientos que no toleraríamos en alguien cercano.
¡Qué viva Cuba!, alguien grita al escenario y Abreu responde llevándose una mano al pecho, donde tiene una banderita de su país bordada en la camisa. Recuerdo entonces ese video del funeral de Fidel Castro en el que Abreu declaró a la prensa que “era una gran pérdida, una tristeza que se fuera el hombre que les abrió un camino”. Me resuena aún como una especie de contradicción. Y me fijo ahora en este contraste: la noche siguiente iría a ver a la Spanish Harlem con Paquito D´ Rivera como invitado y alguien del público gritaría lo mismo —siempre hay alguien que grita eso mismo— ¡Qué viva Cuba!, a lo que Paquito respondería: ¡Ja! Lo que queda de ella.
Se me antojan dos gestos completos.

Los Van Van en La Boom, Queens. Foto: Marcela Joya.
5.
El acto principal de la noche, sí, debería ser el de Los Van Van. O digamos que, emulando a Paquito, el de lo que queda de Los Van Van. Pero sobre esto tengo poco que decir. Quizás una sensación en palabras prestadas: que eso que andaba ya no anda. Y que está bien, que los fieles pueden subirme a la cruz.
Pero creo que una agrupación que fue monumental y pasa buena parte de su tiempo en el escenario tocando popurrís y preguntando a la audiencia por sus lugares de procedencia y su ánimo, ha empezado a trascender el borde de su propio fin. No hace mucho sentí algo similar viendo a La Sonora Ponceña en el Bronx. Pensé que estaban tratando de imitarse a sí mismos. Aunque es posible que lo que aquí vuelve la cosa más punzante sea la oposición con la corpulencia y vitalidad de Havana D´Primera. Leí hace poco en un ensayo de Herta Müller que la imitación de sí misma es la trampa de la sofisticada originalidad del mundo y esta frase rueda en mi mente como cantilena mientras escucho a Van Van. Me pregunto si no es algo terrible caer en la trampa.
A la una y media de la madrugada “la gente muy importante” no sostiene el entusiasmo intacto. Es verdad que están algo pasados de tragos, pero también, tal vez, que más personas de las que pude haber pensado llegaron aquí, primero, por Havana D´Primera.
Lo que no nos priva —claro que no— de la alegría que Van Van extirpa de los riscos de la memoria.
Pero la celebración —especialmente eso, la celebración— es distinta. A Havana D´Primera la celebramos porque es latido e impacto, presente, vívida sensación. A Van Van porque es pasado egregio, humo de morriña. A Havana D´Primera la miramos, cantamos y bailamos, en ese orden. A Van Van la bailamos y cantamos, también en ese orden. A mí me emociona el contraste y me gusta pensarlo de este modo, que por una vez la niebla nostálgica que con su densidad suele cubrirnos la mirada al ahora no impregne nuestros oídos, no transforme lo moderno en ruido y nos dificulte escuchar. Me emociona que, como sea y por lo que sea, a las tres de la mañana la discoteca siga repleta y algunas voces juntas repitan que temba pacá timba pallí y un espeso efluvio de sudor en el aire nos recuerde que a pesar de todo volvimos, así, tan vivos al alma de la noche.
Qué portentoso relato. Me parece una mirada honesta de la música.