
Todos estrellas
Sonaba sospechoso: una reunión de estrellas en un club para conciertos de músicas del mundo, auspiciado por Sony, y en el corazón de Manhattan. Sonaba a que podría ser más de lo de siempre: otra reunión de músicos estelares que cuando se juntan alumbran menos que por separado, porque en el afán por probar quién brilla más terminan cegándote con sus fulminantes rayos.
Esta era la nómina: Issac Delgado, Alain Pérez, Pedrito Martínez, Tony Succar, Robby Ameen, Issac Delgado Jr., Juan Munguía, Mike Rodríguez, Conrad Herwig y Bobby Franceschini. Todos en un buen momento. Lo que hacen tiene resonancia un poco más allá del pequeño cosmos de la música latina de Nueva York; son admirados, anhelados. Varias veces, en varios contextos, los he visto con sus propios grupos y creando bajo su propia ley. Quizás también por eso desconfié. En verdad, como lo proponía el cantante cubano y gestor de esta reunión, Issac Delgado, ¿podrían lograr un todo que fuese mayor que la suma de sus partes?
Porque de ese todo como un concepto alejado del marketing —que suele ser soporte y razón de las All-Stars— y más cercano al amor por la música —dice Delgado— se trata Con Tumbao. Es un proyecto que lanzaron a comienzos de junio de este año en el Festival de Jazz de San Francisco. Para presentarlo, el festival anunció que se trataba de un “grupo extraordinario que estaba reimaginando algunos de los clásicos del Gran Cancionero Latinoamericano”. Delgado, por su parte, insiste en que una “buena manera de conectarse con su audiencia es tocando lo que conocen y desean, pero reinventándolo de un modo más espontáneo”.

Issac Delgado. Foto: Marcela Joya.
Reinventar, innovar, reimaginar, repensar, todas esas palabras que suelen usar músicos, curadores y periodistas en estos contextos me desconciertan. No me dicen nada porque con frecuencia pretenden llenar el vacío que procura la mera repetición de un pasado, porque con frecuencia atribuyen imposibles intenciones a la simple actividad de entretener. Me parece difícil que pueda haber un propósito propiamente musical —o por lo menos uno que coincida con semejantes designios teóricos— en la gira de un grupo de músicos buenísimos que interpretan juntos canciones que saben que encantan, o que otros ya nos hemos aburrido de tanto tararear, pero aún podríamos disfrutar. Pienso que de cualquier modo el asunto se vuelve un tema de marcas y promociones. Una mira esa nómina y a pesar de todas las dudas se dice: ¡Guau! ¿Cómo sonarán estos monstruos juntos? ¿Qué harán? Y entonces una, o alguien como una, paga lo que sea por esos boletos y con la misma acción confirma el principal propósito del proyecto, que no deja de ser comercial.
Lo cual está bien, creo. Está bien que por lo menos a veces los músicos puedan cobrar tarifas muy altas. Me parece justo. También por eso voy a verlos. Los escucho y compruebo que, en efecto, lo que tengo en frente y en ese escenario con magnífica amplificación —el Sony Hall— es una desmesura. En el mejor de los sentidos. No importa si lo que interpretan es una canción que ya no quiero oír —Vengo con Iré, digamos—, importa que al oírla en ese preciso momento siento cómo me permea desde la coronilla hasta las plantas de los pies, siento cómo tumba mis prevenciones, cómo impacta.

Pedrito Martínez. Foto: Marcela Joya.
No sé hacía donde mirar porque quiero mirarlos a todos al mismo tiempo. Son músicos que, juntos, no solo componen un cadencioso sabor instrumental sino que proyectan una imagen cuyo efecto es adictivo; me contagian de algo que no sé traducir pero que es más intenso y vital que la alegría. Me gusta seguir con el visor de mi cámara el palmoteo vertiginoso pero sutil de Pedrito Martínez sobre las tumbadoras, y admirar la danza precisa de Robby Ameen en la batería. No había visto antes a Tony Succar en un escenario, pero desde que el ingeniero de sonido Jon Fausty me dijo que se había convertido en su timbalero favorito, me propuse escucharlo con más cuidado. Descubrí un disco suyo que se llama Mestizo, lo agregué a mi corta lista de favoritos. Es jazz y música afro peruana, es música afro peruana en el jazz. Y no es su rareza sino su inteligencia y sensualidad lo que lo hace relevante.
Succar es uno de los poquísimos peruanos que he visto formar parte de este pequeño cosmos en el que la mayoría son cubanos y puertorriqueños. Me impresionó su elegancia, su sonrisa perenne que no aflojaba ni siquiera para cantar los coros. Pero a quien era realmente imposible no volver la mirada, a quien se dirigía la captura de video de docenas de teléfonos en el club, era al bajista que bailaba con su instrumento y cantaba mientras bailaba y bailaba como si amara. Es un caso particular el de Alain Pérez porque los bajistas no suelen ser los músicos más llamativos. Al contrario, están atrás, son los menos visibles, y muchas veces mis preferidos también por eso, porque hacen un trabajo enorme, imprescindible, pero no tienen ánimo de figurar.

Alain Pérez. Foto: Marcela Joya.
Alain Pérez, en cambio, sí que lo tiene. Pero en su caso importa poco. Más que verlo, es fascinante escucharlo. Y más que verlos a todos, fue reconfortante oírlos juntos porque además de mostrarme que una reunión de estrellas sí puede en ocasiones formar una constelación de sabor, me dejó pensando en el traspaso emocional; en cuánto de la buena y genuina relación de los músicos en tarima, afecta al público. Hay un apetito peculiar en los salones de conciertos. Eso vengo notando desde hace algunas semanas, parece que tenemos un hambre de música voraz, un hambre que precede un anhelo de gula y que cuando se encuentra con cosas como ésta devora, absorbe, y le devuelve un gesto de satisfacción a los músicos que al mismo tiempo les incita a ellos otra necesidad de crear.
Tal vez estamos pasando por un momento importante en el que un público pequeño y atento vuelve a influir activamente en la propia creación musical. No creo que la música es únicamente contagio afectivo —es una idea romántica— pero sí que, a diferencia de otras artes, sucede de manera colectiva, por acción y reacción, las audiencias son muy determinantes. Cobra más sentido así el propósito de conectividad con el público del que hablaba Issac Delgado, quien, por cierto, fungió como un moderador desinteresado en ser centro, como un artista que tiene clarísimo que la música es la única prioridad. Lo cual no es poca cosa, creo, porque eso a los cantantes se les olvida con mucha frecuencia.
Me quedé con el anhelo de escuchar algo de esa riqueza de la música afro peruana afectando el jazz, que Delgado ha prometido incluir en este proyecto. Me quedé con el anhelo de escuchar al menos una versión de un tema que se aproximara a trascender su original. Agradezco, sin embargo, el buen revolcón que sus interpretaciones de No vale la pena o Qué te pasa loco me provocaron, nos provocaron. Inevitablemente, también vuelve a surgirme esta pregunta que ya llevo un buen rato haciéndole a muchos músicos y pocos han sabido responder: ¿Cuándo será que estos All-Stars dejarán de seguir siendo sinónimo de All-Men?
Me encantó. El análisis del concierto,de la historia que precede a tanta música y colectivos como ese,a la experiencia de disfrutar de nuevo la música en vivo,sin distancias,sin mascarillas. Especial para empezar la mañana!