
Clásicos al jazz / Néstor G. del Prado & Afrocubannewage
Cada vez que debo enfrentarme a un disco de jazz afrocubano las alarmas se activan. Desde hace años el género navega a la deriva, con sus cultores dejándose llevar por una corriente que necesita con urgencia encontrar nuevos cauces.
A pesar de ese marasmo, sucede que a veces llega un álbum que, sin decir nada nuevo, nos embarca en un viaje tan lleno de significados que hace olvidar por un rato esos resabios de fanático ansioso de otra revolución. Es el caso de Clásicos al jazz (Bis Music, 2020), el debut como solista de Néstor G. del Prado.
Después de años de aportar su talento a varios de los proyectos más interesantes del jazz, la trova y la fusión de las últimas dos décadas, el bajista lanza una producción compacta en la que convoca a una cofradía de compadres para reverenciar algunos temas esenciales del repertorio bonito y sabroso de la música tradicional cubana.
El disco intenta saldar el viejo sueño de dos niños del habanero barrio Casino Deportivo (Néstor y ese otro melómano furibundo que es René Espí), pero lo que evita que naufrague y vaya a acompañar a otro montón de homenajes que duermen en el fondo de la música cubana es, por un lado, la pericia como arreglista de Del Prado, curtidísimo en estas lides, y el ambiente de descarga que se respira a lo largo de todo el fonograma, sustentado en la química lograda por el auténtico todos estrellas que ha convocado el artista.
Los 48 segundos iniciales de Quirino con su tres, primer tema del álbum, funcionan como una suerte de salutación del contrabajo a los maestros de la música que van a ser invocados a lo largo de la próxima hora. Hay un par de pistas interesantes en el track que apuntan por dónde irán los tiros en esta producción. La primera y más evidente es la entrada a cargo del contrabajo en lugar del propio tres o el piano, como ha sido habitual en las versiones anteriores de esta canción. Otro punto de giro bastante obvio es la vocación jazzística de la pieza, con un clásico formato de latin jazz (piano, bajo, batería, trompeta, saxo ypercusión), y un cierre de manual en el cual se le da rienda suelta a la batería de Oliver Valdés, potente pero contenida a lo largo del tema, para que expulse todos sus demonios.
La otra señal es menos perceptible pero, si se quiere, más elegante. El autor del tema, Emilio Grenet, no solo le hizo honor a la marca de la casa con sus composiciones, sino que fue el autor de Música popular Cubana, un libro seminal que repasó los hitos de la producción de la Isla hasta el primer tercio del XX. Con esta declaración inicial, Del Prado ofrece una temprana alerta de que estamos ante un álbum que revisita las raíces del cancionero cubano, no con afán pintoresquista, sino desde el respeto de quien venera a los mayores pero se permite, a la vez, apropiarse de su mensaje y traducirlo al lenguaje propio.
Así, vemos que en Corazón Néstor G. del Prado se da el gusto de jugarle una pequeña trastada al racista de Sánchez de Fuentes y convierte la canción en una hermosa balada de acento afrocubano en la que la trompeta de Julito Padrón se desplaza regia, con esa mezcla de dulzura y picardía que le es tan característica. Del mismo modo, un par de temas más tarde, abona el terreno y transforma el bolero Tabaco verde de Eliseo Grenet (tal vez el track esencial del disco) en una pieza vibrante de latin jazz en la que Tony Rodríguez demuestra la clase de pianista que es.
En Yambambó redobla la apuesta de Emilio Grenet y refuerza la africanidad del tema con las percusiones de Guillermo del Toro al tiempo que ensancha su espectro cromático con el saxo de César Filiú. Un poco de esa audacia le hubiera venido bien a Rompiendo la rutina, el clásico danzonete de Aniceto Díaz que aquí llega traspuesto de manera bastante conservadora (aunque los quiebres del piano de Michelle Fragoso y la percusión de Del Toro mitigan un poco esta sensación).
Si no fuera por el tono lúgubre con que está arreglado, uno casi que podría carcajearse con esta reversión oscura del clásico de Jorge Anckerman El arrullo que murmura. Aquí Néstor se aparta del tempo y tono original de la guajira y dibuja una viñeta de una riqueza sonora extraordinaria en la que la trompeta de Alejandro Delgado se explaya con el que es uno de mis solos favoritos del disco.
Si bien el eje de la mayor parte del álbum está sobre composiciones de la primera franja del siglo, el último tercio está consagrado a canciones que vieron la luz o fueron popularizadas en las décadas del ’50 y ’60. Muy cercana a la versión de Frank Emilio llega su Club Social Buena Vista, el standard de la autoría de Cachao. Demasiado cercana, diría incluso; más allá de los despliegues de destreza de Guillermo del Toro y Michelle Fragoso, el tema es uno de los puntos menos interesantes del disco. Sirve, eso sí, como puente entre dos etapas de la canción cubana en las que el mencionado libro de Grenet puede funcionar como piedra angular.
A la altura de la octava pieza Néstor y compañía se sumergen de lleno en la descarga con Scheherazada, una versión del clásico de Piloto y Vera lleno de reminiscencias a la noche habanera que popularizara Frank Emilio con su quinteto. Aquí le hace un guiño nostálgico a su memoria introduciendo el tema con el pasaje final de la habanera Tú. (Aclaración para los millenials como yo: resulta que Radio Progreso solía empezar su programación de la tarde con ese medley de Tú y Scheherazada, lo que le servía de alarma a Del Prado para alistarse y volver a la escuela). Si en la versión que popularizara Frank Emilio, apegada al chachachá más clásico, la flauta tenía un papel más protagónico, aquí la voz cantante la lleva el contrabajo, y solo los puristas más recalcitrantes podrían echar de menos el formato “original”. Si necesita saber cuáles son las credenciales al bajo de Néstor G. del Prado ponga este tema.
El disco cierra formalmente con Deja que siga solo, de Marta Valdés (curioso cómo toma la variante masculina del título, a la manera de Pablo Milanés). Espero que la dueña y señora de la canción cubana no esté a estas alturas aburrida de verse versionada porque lo logrado por el violín de William Roblejo, la percusión de Adel González y el contrabajo de Del Prado es de antología. González ofrece un soporte rítmico por el que Roblejo desliza una gracia y madurez tal que uno es capaz de seguir con claridad meridiana cada una de los versos de esta pieza.
Con las emociones a flor de piel, no parece que pueda venir nada más, pero Néstor G. del Prado se las arregla para colarnos Breatice, un bonus track delicado en el que las notas del contrabajo, acompañadas por su voz, van cayendo de la misma manera tenue pero definitiva en que cae la tarde. Pocos silencios son tan elocuentes como el que queda cuando se apagan las graves vibraciones de las cuerdas y la madera de un contrabajo.
Clásicos al jazz es resultado del amor por la música, pero también de una experiencia vital. Si Néstor del Prado no tuviera ese impresionante currículum que tiene (Sergio Vitier, Temperamento, Bobby Carcassés, Interactivo, Carlos Varela, Santiago Feliú, Aldo López-Gavilán, Alexis Bosch, Harold López-Nussa, Carlos Averoff Jr., y un larguísimo etcétera), si no estuviera fogueado en las incontables venturas y desventuras del músico de jazz, en la suerte veleidosa del club y el azaroso ritmo de las giras y los festivales, este no pasaría de ser un buen disco más de estándares de la canción cubana. Pero con su destreza como arreglista, y la atinada selección de sus compañeros de ruta, jóvenes gatos veteranos como él, logra delinear un tributo a los padres fundadores, reforzando de manera creativa el imaginario de lo que se conoce como música popular cubana (un concepto que requiere una revisión urgente, pero esa es otra discusión). Gracias a esto nos enfrentamos a un álbum redondo con canciones redondas.En el centro de todo, el contrabajo, su voz vibrante y amaderada conducida por las manos virtuosas de Del Prado.