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Abarcar su voz entera

La gran Celina González alguna vez grabó Qué viva Fidel, una aguerrida versión de su célebre himno a Changó, que no le sirvió de mucho durante el periodo en que ese éxito y otros dedicados a orishas y santos fueron sacados de circulación en emisoras nacionales, en uno de esos gestos ridículos que uno preferiría ignorar, pero no olvidar. Celia Cruz, la Guarachera de Cuba, grabó el tema de salutación a la Reforma Agraria, en efecto, junto a la Sonora Matancera, tal y como se recordó el jueves en la emisión de La Pupila Asombrada, tras una breve presentación que no explicaba por qué se había elegido ese tema para aludir a la proclamación de dicha ley y que usó imágenes suyas junto a otros fotogramas de la épica revolucionaria.

En el momento de fervor que fue 1959 hasta las más rancias instituciones dieron vítores al proceso de cambio que estremeció al país. Muchas, como Celina, siguieron entre nosotros. Y no pocas de ellas desaparecieron luego, y no pocas de esas voces luego se orientaron al exilio, o se disolvieron en un silencio intencionado del que, a pesar de todo, han sido rescatadas a fin de que podamos entender mejor la intensidad de ese contexto y sus resonancias muy diversas hasta el día de hoy. La enorme cantante que fue Celia Cruz, como se dijo ayer, abandonó Cuba en 1960 y jamás pudo volver a cantar en los escenarios donde recibió el amor de un pueblo que la abrazaba con orgullo, viéndola crecer desde su humilde origen a estrella indudable tras su entrada a la Sonora, sustituyendo a la impar Myrta Silva. Y a fin de hacer la historia completa, se debería haber dicho que se le negó el regreso cuando pidió volver para acompañar a su madre agonizante, un dolor que nunca olvidó ni perdonó y que aceleró su ruptura con el nuevo régimen. Y pese a ello vale recordar que jamás renegó de su cubanía, ni de sus ritmos, ni se pasó a una carrera en inglés, por muy radicada que estuviese en los Estados Unidos, y que paseó su herencia por tantos sitios del mundo. Junto a Benny Moré, ella se ganó un cetro de popularidad y un mito que ya debería reformularse entre nosotros, a varios años de su muerte, tal y como se ha hecho con no pocas figuras esenciales.

Pero acaso eso, su mito, sea demasiado grande. Cuando ella murió, yo estaba en Londres, y ya he contado cómo me impresionó ver en la televisión o mediante Internet a tantas personas, no solo compatriotas suyos: mexicanos, puertorriqueños, colombianos, venezolanos…, que salieron a darle una impresionante despedida. Porque para muchos de ellos Celia no era solo una cantante de Miami ni una desafecta, sino un icono de la cultura latina que se ganó el favor de esos devotos a golpes de autenticidad. Y eso me hizo entender que ella no era solo la voz de la Sonora Matancera, la Reina de la Salsa, la Guarachera de Cuba, sino algo que imantaba con su grito de guerra, ese “azúcar” estremecedor, muchas otras claves y fuerzas. Quien quiera creerme, que busque en YouTube su aparición en el célebre concierto de África, a inicios de los 70, junto a Johnny Pacheco y la Fania All Stars, para que la vea en plenitud ante un auditorio de Zaire al que sedujo con su poderío de diosa de la música, entonando La Guantanamera nada más y nada menos. Su fervor por Cuba fue imparable e infinito, como ella misma. Y la tierra de la Isla la acompaña en su tumba, como prueba de tal fe.

Cuando se la vio en Yo soy, del son a la salsa…, el documental de Rigoberto López en el que accedió a ser entrevistada, el público del Festival de Cine de La Habana aplaudía sus intervenciones. Cuando Zoa Fernández y Laura de la Uz la evocaban en las puestas de Delirio Habanero, la pieza de Alberto Pedro, esa invocación nos reclamaba otra manera de tenerla ya entre nosotros. Ella ha regresado a través de esos y otros espectáculos, y en muchas imágenes. En un espacio donde la cultura aflore no como supuesto acto que restañe superficialmente, sino como evocación que nos recuerde a quienes nos concedieron algo perecedero desde la intensidad compleja y polémica de sus humanidades. Por eso creo que hablar tranquila y limpiamente sobre Celia Cruz entre nosotros debiera ocurrir ya sin subterfugios. Y no solo sobre ella, que en efecto cantó al guajiro para celebrar la Reforma Agraria y entonó una y otra vez sus ganas de regresar a su país natal, que llevó siempre consigo. Aún rememoro la amarga y breve nota con la cual la prensa oficial dio la noticia de su muerte aquí, con un énfasis marcado en un adiós politizado. Que fue parte de su vida, pero no toda. Y al que no se puede reducir lo que esa mujer plantó entre nosotros. La oigo cantar Tu voz, La espinita, Reina rumba, Quede Zambia, Químbara quimbara y de ahí en una larga secuencia que llega a La vida es un carnaval y La negra tiene tumbao y sé que esa voz nos acompaña. Cantando con tanta limpieza como en esos éxitos y también en ese saludo al guajiro cubano de aquel instante promisorio. Y nos identifica ante muchas personas, como una figura también imborrable en la Historia Sentimental de la Nación.

En la casa de Sigfredo Ariel conocí una noche a un señor flaco, negrísimo, de risa casi permanente, cuyo rostro me parecía levemente conocido. “Es el hermano de Celia Cruz”, me dijo Sigfredo, que sabe Dios cómo hubiera reaccionado al uso de ese nombre en el programa que provoca este comentario. “¿Y cómo está ella?”, me atreví a preguntarle. “Muy bien”, sonrió otra vez, “hablamos todos los días”. Que venga un tiempo en que podamos compartir con ella esa sonrisa y esa conversación hasta dialogar sobre su biografía entera, en el horizonte de una Cuba donde oírla cantar sea tan nítido como un amanecer.

Norge Espinosa Mendoza Poeta, dramaturgo, crítico y géminis. Bipolaridad cultural incurable. En otra vida fue cabaretólogo. Más publicaciones

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