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Reseñas Foto: Frank D. Domínguez / Tomada de las redes sociales. Foto: Frank D. Domínguez / Tomada de las redes sociales.

Un musical aún en busca de su alma

De cuando en cuando, vuelve a suceder. Un productor o un equipo de creadores extranjeros se acerca a Cuba, fascinados por sus encantos naturales o la calidez de su gente, con la idea de crear un espectáculo que revele al mundo tales maravillas. Ha sucedido con más frecuencia de lo que se imaginan, y es por ello que a ratos puede encontrarse en la vieja Europa o en otras latitudes una propuesta que se anuncia como esa especie de revelación, tamizada por las exigencias de un mercado que acaba imponiendo códigos, estereotipos y exotismo  en esa imagen  —salvo muy contadas excepciones. En Cuba, donde nos quejamos por la exigua salud del teatro musical, están sin embargo muchos de esos factores que un espectáculo de esa naturaleza necesita, y sin embargo nos faltan los apoyos, los impulsos y los intereses capaces de dejarnos producir, sin la obligada necesidad de esa mirada foránea, un acontecimiento escénico que pueda representarnos, y que nos haga sentir menos agobio respecto a la escasa presencia de la conjunción de música, palabra, acción y baile en nuestros escenarios. En esta isla, sí, como se dice una y otra vez, donde sobra buena música y no faltan excelentes bailarines. Y donde la realidad, por cierto, no siempre es tan color de rosa como proponen, a ritmo de rumbantela final, varias de esas puestas en escena que parecen vivir y crearse únicamente para consumirse fuera de nuestro territorio. 

Caro, arriesgado, pensado en una escala que tiene que seducir al auditorio y al mismo tiempo ratificarse como arte, el teatro musical de hoy anda por coordenadas muy distintas a la imagen frívola y autocomplaciente que muchos creen sigue siendo su esencia. La renovación de su concepto, que pusieron en marcha Rodgers y Hammerstein a partir del estreno de Oklahoma!, en 1943, fue el punto de partida para que obras mucho más atrevidas, amargas, menos dependiente del oropel y el final feliz, entraran a redefinir el género. De Kander y Ebb a Sondheim, de Lin-Manuel Miranda a Pasek y Paul…, también han entrado en juego otras claves menos descriptivas, menos predecibles, que mantienen con vida a una forma artística muy compleja, al mismo tiempo que no pierde contacto con sus clásicos y éxitos de siempre. En Cuba, donde el teatro nacional se forjó en esa relación de música y argumento desde los días del bufo, se pasó al modelo alhambresco, y hubo mucho teatro de revista, existió una compañía como el Teatro Musical de La Habana, fundada a mediados de los 60 por el mexicano Alfonso Arau, y hoy solo queda de ella un teatro casi en ruinas, ahí en su esquina donde alguna vez se levantó el Alhambra, mucha nostalgia por hitos como Un día en el solar, y la pregunta de por qué cargamos con una ausencia tan obvia en nuestro panorama cultural, amén de varios empeños abortados o dispersos.

Como ha sucedido con varios de esos espectáculos a los que me referí al inicio, Alma, “un musical de Iván Belaustegui”, según se le promociona, vuelve a poner sobre el mantel esa interrogante. Junto a muchas otras. El interés y la experiencia de creadores extranjeros ha sido, como ocurrió con el mismísimo Arau, un impulso útil que nos ha hecho recordar, de vez en vez, que aquí tenemos potencial suficiente como para resucitar un modelo de teatro musical verdaderamente nuestro, y no impostado, porque hay buenas voces, excelentes instrumentistas, danzantes de formación sólida, y diseñadores de excelencia. Pero en el musical no basta con eso. Tampoco basta con las buenas intenciones. Como he aprendido trabajando a favor del género, es imprescindible la conjunción de talentos que, más allá de sus egos, se combinen en ese producto virtuoso que debe llegar al estreno, y que esté acompañado por un proceso arduo de replanteo, búsqueda, selección del mejor material, y respeto hacia el tema propuesto. Mucho de ello ha faltado en varias de las propuestas aludidas. Entre las excepciones recientes, vale recordar Vida, el espectáculo de Lizt Alfonso, que consiguió seducir al público nacional y al foráneo: una apuesta danzario-musical, que recorría la historia de nuestro país bordeando con inteligencia todos los peligros que esa postal implica. Podría mencionar ejemplos mucho menos afortunados. Pero le ahorro eso al lector para concentrarnos en lo positivo y lo negativo que pude percibir en Alma, que se estrenó en la sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba, entre el 16 y el 18 de diciembre.

Foto: Frank D. Domínguez / Tomada de las redes sociales.

Foto: Frank D. Domínguez / Tomada de las redes sociales.

En primer lugar, en entrevistas su director dijo con razón que este es un espectáculo danzario-musical. Pero la promoción del espectáculo, con una gráfica que parece más propia de El rey león y una visión exótica del color y lo africano, insiste en que lo asumamos como un “musical”. A partir de la llegada a Cuba de los esclavos provenientes de África, que traen sus dioses, su cultura, su legado tan rico, se esboza una delgada línea dramatúrgica que se divide en dos actos. En el primero, a través de un uso plano del teatro de sombras, de la irrupción de un barco en escena, humo, telones, elementos de equilibrismo aéreo, se describe (y quiero subrayar eso) el accidentado tránsito de los africanos a la Isla. Ya que la palabra no está presente, que se prescinde del diálogo, que los personajes quedan de inmediato separados en esclavistas europeos malos y africanos buenos y apresados, todo se hace predecible en un nivel que no pocas veces roza la elementalidad. La pantomima blanca sustituye no pocas veces a la sugerencia del lenguaje danzario, y si bien no faltan imágenes que el público, ansioso de una espectacularidad que hace mucho no tiene en los escenarios nacionales, responde a ellas con agrado, casi nada de esa teatralidad lograda a golpes de efectismo puede sostener con firmeza lo que ese primer acto nos cuenta sin demasiados matices. Añádase a ello que la coreografía de Joan Morell (asistido por Nilda Guerra), en su intento por contarnos la historia de Yaya, la joven guerrera que protagoniza este segmento, cita una y otra vez pasos e imágenes que parecen provenir de clásicos de la danza moderna que ahondó en nuestro acervo folclórico, llegando a extremos que más que citas de esas obras, parecen copias menores de las mismas. No estoy en contra de que se cite y se evoquen las glorias de Suite yoruba o Súlkary, por citar dos referencias ineludibles, pero creo que debió haberse hecho con más creatividad, algo que falta en no pocos momentos de lo que vimos, tal vez por ese anhelo de querer narrarlo todo a través del movimiento, y reducir desde ese lenguaje el rol de los danzantes a otros estereotipos: pasos de danza clásica para los esclavizadores, elementos de danza contemporánea para sus antagonistas, etcétera.

Con todo, el primer acto es más interesante que el segundo, aunque el programa de mano (que incluye unas profusas notas de Noel Bonilla que dan vueltas al argumento de Alma sin llegar a decir mucho, acaso porque no hay un argumento propiamente dicho), asegura que ese segmento “es más teatral, lleno de movimiento y música”. Lo cierto es que el segundo salta sobre 400 años y nos lleva, oh destino, a un solar, porque acaso Alma, descendiente aquella Yaya del acto inicial, no puede haber encontrado otro sitio donde establecerse o forjar una mejor vida. Si en el acto previo abundó el humo, el trabajo con siluetas y contraluces, acá se hace mucho más plana la imagen, dando paso a una serie de números sobre bailes populares que anulan la escasa voluntad narrativa de lo ya visto, y cuando al fin la heredera de aquella guerrera africana se dirige al micrófono para entonar una canción, nos regala, en este espectáculo que dice inspirarse en lo que nos ha llegado desde ese continente, con un célebre bolero… de origen mexicano: Alma mía, de María Grever. Como si en nuestro repertorio autóctono (con perdón de la notable compositora) no hubiese suficientes temas que permitieran hacer más creíble la premisa de este musical que en realidad no lo es, ya que vale entenderlo como un álbum danzario, con una coreografía que nunca logra ir desde su corrección a la sorpresa, y una ejecución de su banda sonora en vivo que, si bien cae no pocas veces en el mismo matiz descriptivo y no diegético que daría más contraste y texturas, es un aliciente del espectáculo en general, gracias a las seguras dotes de Efraín Chibás (Pacho) y Explosión Rumbera.

Foto: Frank D. Domínguez / Tomada de las redes sociales.

Foto: Frank D. Domínguez / Tomada de las redes sociales.

En el año 2000, cuando Susan Stroman ganó el premio Tony al mejor musical con su obra Contact, hubo no poca controversia, porque se trataba de una puesta que no incluía diálogo ni música original. Ha sido la única vez que tal cosa ha sucedido en la historia de los premios más relevantes de Broadway, y debe funcionar como una alerta acerca de cómo asumir o no los límites del musical, y su capacidad de reinventarse. Sugiero a los creadores de Alma enfatizar en la promoción su naturaleza como un producto musical-danzario, así como revisar ese segundo acto que en un momento determinado acaba por perder los hilos de lo que nos indicaba, convirtiéndose en una ilación de bailables que incluye tributos al jazz y al rock and roll, y que parece detenerse ahí como si hoy mismo la herencia africana no latiera además en ritmos de nuestra cotidianidad, como el hip hop o el reguetón mismo. En el fondo, Alma no consigue evitar muchos de los clisés del género, resbala en varios momentos hacia lo exótico y lo folclórico, y es gracias al talento de sus bailarines y sus músicos, como he dicho, que podemos llegar hasta el aplauso final.

En ese aplauso, más allá de lo que pueda enunciar en pro o en contra de lo mejor y lo fallido de Alma, estaba el público. Y confieso que me alegra que el auditorio cubano pueda ir a ver una propuesta así, más allá de mis señalamientos. Un teatro donde la música y el baile, y una idea dramatúrgica sólida se unifiquen, es una urgencia que padecemos todos, y que debemos merecer, teniendo aquí lo que podría llevarnos a esos resultados más felices. Siempre hay que preguntarse por qué debe llegar un extranjero para que el teatro musical reviva entre nosotros, casi siempre, y además provenga de su nombre y su equipo la inversión que permita rescatar un espacio, un teatro, y una idea que nosotros deberíamos defender mejor. No para emular con el West End ni Broadway, sino para reflejar desde nuestra autenticidad lo que allí se entiende como espectáculo y también industria  —esa fuerza que tanto le falta a nuestro teatro en general. En Alma, un director proveniente de Argentina se ha asomado a nuestra trayectoria como nación, y aunque creo que se ha quedado no en el alma, precisamente, sino en la superficie de muchas cuestiones, también él nos dice que todo eso que ahora irá casi de inmediato a mostrar en el extranjero, ya estaba aquí, y que él se ha encargado de poner en movimiento y música para que podamos halagarlo o discutirlo. 

Foto: Frank D. Domínguez / Tomada de las redes sociales.

Foto: Frank D. Domínguez / Tomada de las redes sociales.

Ojalá este mismo equipo, donde no faltan artistas valiosos, pudiera regresar a esta Isla y encontrar aún más elementos de su esencia, y proyectarlos desde claves menos previsibles, desde una fusión de lenguajes que no se limite a la pirotecnia o al lugar común. Y que sus integrantes recorran el mundo, y aprendan de los otros públicos que ya los esperan, esa verdad multiplicada de otro modo. En un instante del segundo acto, tras cantar ese bolero de la Grever, Alma, la protagonista, desaparece. Así nos pasa con el teatro musical aquí, como una imagen que a veces se nos pierde. Ahora, gracias a Iván Belaustegui y las instituciones que le apoyaron (las mismas que no tendrían por qué esperar a que esto se repita para hacer más a favor del género aquí), esa imagen ha estado de vuelta ante nosotros. Y es mucho lo que podría salir aún de ella. Mucha la creatividad, la riqueza de lo nuestro, que podría emanar de estas experiencias. Si se llega, de verdad, al alma del tesoro que se busca.

Norge Espinosa Mendoza Poeta, dramaturgo, crítico y géminis. Bipolaridad cultural incurable. En otra vida fue cabaretólogo. Más publicaciones

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